sábado, 22 de septiembre de 2007

LA EDUCACIÓN Y
LOS PROCESOS EXISTENCIALES BÁSICOS

La vida humana se despliega como transcurso de dos procesos existenciales complementarios: el ser-activo y el ser-receptivo.
El primero se pone de manifiesto en cuanto el hombre hace: consigo mismo (en su pensar) y con el medio externo (en su actuar transformador). El ser-receptivo, por su parte, se evidencia en las imágenes plurisensoriales que el mundo externo le genera (lo que percibe) y en los cambios de cierta duración que experimenta por influencia de ese medio (aprendizajes). La posibilidad de cerrarse -con distinto grado de intensidad- ante el acaecer del entorno, es signo de la integración entre actividad y receptividad.
La actividad, siempre, está dirigida a un fin. A lo largo de la vida, la actividad parece ir adoptando tres direcciones generales. Y lo va haciendo de manera progresiva, por lo cual, a este cambio de la vida activa -que, por lo demás, se presenta como cambio de un menos a un más- lo denominamos “desarrollo personal” [A].
La educación contribuye a ese desarrollo, cuando aporta información sobre lo que es y muestra cómo organizarla, cuando señala al educando los valores de las cosas, cuando muestra cómo actuar frente a la realidad, y guía los gestos imitativos. Y, por último, cuando estimula ciertos comportamientos y desalienta otros, con ajuste a las clases de circunstancias que en cada caso se viven.

Con la vida receptiva, las cosas ocurren en un sentido inverso: a partir de una extraordinaria plasticidad, desde una gran sensibilidad a los factores externos, el hombre va cerrándose, tomando su propia forma, consolidándose, y... endureciéndose, esclerosándose en preconceptos, prejuicios, pretensiones de estabilidad física, autosuficiencias, autocomplacencias... que producen un cierre del sujeto al dinamismo de la realidad, y vuelven a encerrarle en sí.
Es este cambio de la receptividad, otro cambio también progresivo: pero que se presenta como cambio de un más a un menos, como una involución, una pérdida de contacto con la realidad, una pérdida en cuanto a posibilidades de encuentro y comunión del individuo con sus semejantes.
Nos preguntamos qué papel cabría al docente profesional en la “restauración o recuperación” de la receptividad individual [B].

A) El desarrollo personal como objeto de la educación

A partir del arrollamiento propio de la posición fetal -como observa muy bien P. Lersh-, el hombre va abriéndose paulatinamente al mundo, hasta constituirse en componente y, a la vez, productor de ese mundo. El mundo es cambiante, y lo es con una dinámica misteriosa, pero notoriamente orientada a lo mejor. En lo que concierne al mundo humano, el progreso científico y técnico es una prueba elocuente de ello.
La búsqueda de lo mejor, inagotable e ilimitado (perfección), aparece –así- como consustancial a la naturaleza del hombre. Esa apertura de destino, sin ir más lejos, determina la imposibilidad de encontrar dos seres humanos exactamente iguales. Lo que se busca, se presenta -por su misma indefinición- como riqueza, como vastedad de posibilidades.

Es evidente que el ser humano en gestación, aun cuando esté implantado en el seno materno y dependa por completo de los nutrientes que él le proporciona, es "individuo": de ninguna manera confundible con su madre, así como su madre no es –en modo alguno- confundida con él.
No obstante, la fuerte dependencia del hijo respecto de su madre es mucho más que una mera relación entre un ser vivo y la fuente de sus nutrientes. Pero, con frecuencia, embelesados con la claridad y la objetividad con que se conocen los pasos del desarrollo físico, los interesados por conocer el entramado de la realidad, solemos confortarnos -y conformarnos- con percibir las maravillas del desarrollo físico, y nos quedamos circunscriptos en él.
Hacia mediados del siglo pasado Arnold Gesell y colaboradores publicaron una serie de trabajos minuciosos en los que se describe el crecimiento de los niños, en lapsos de aproximadamente cinco años. Y, para ello, no sólo tuvieron en cuenta los factores anátomo-fisiológicos, sino incluso -y en especial- la evolución psicológica que con el tiempo, como consecuencia de una maduración neurológica, va haciéndose posible en el sujeto humano.
Sin perder de vista el valioso aporte de este intento para el conocimiento de la historia individual, hoy, tenemos que admitir que la relación hijo-progenitor no se agota en una mera transmisión genética o en un mero aprovisionamiento de vituallas. Porque la animalidad racional es en el hombre, apenas, un detalle emergente de algo más amplio. La realidad personal está muy lejos de ser abarcada con los esclarecimientos de las ciencias naturales.
Como educadores, si bien no podemos dejar de ver el desarrollo físico como una condición necesaria para la ontogenia humana, nos sentimos impulsados a buscar "algo más", en lo que –creemos-verdaderamente se define el campo específico de la acción educadora: un ámbito en el cual las determinaciones biológicas pueden convertirse en sólo condiciones. Un campo en el cual, por sobre la base de los factores comunes, se yergue lo idiosincrásico, lo singular que se expresa en las iniciativas y decisiones libres.
Ese es, en último término, por encima de las destrezas físicas, el ámbito en el que todos los aprendizajes cobran sentido.
"Desarrollo personal" no se queda, entonces, sólo en la evolución de los factores corporales, que bien podrían seguir un patrón común a toda la especie humana. "Desarrollo personal" implica, además de eso y de manera muy especial, la evolución de sí –como persona- que el sujeto va alcanzando en el interjuego de sus iniciativas, a partir de lo que le ha sido dado, y de las apelaciones y resistencias que el entorno le plantea.
El desarrollo personal se refiere al hombre en tanto ser que está en comunicación con otros, a la relación de la persona con sus semejantes. Más precisamente: alude a la dirección que el sujeto confiere a su acción, al paraqué de su dedicación al otro.
A partir del "arrollamiento" prenatal, el hombre se abre a la realidad en la que encuentra todos los elementos necesarios para seguir viviendo y para realizarse como persona. Este proceso que impregna la ontogenia personal y transparenta su sentido, se manifiesta como un paulatino salir de sí en la búsqueda incesante de lo mejor, por el valor que en ello hay, al margen de todo requerimiento individual. Es un despojarse de las propias urgencias, que no implica aniquilamiento, ni enajenación de sí, sino -opuestamente- plenificación personal: porque es un dar de sí que culmina como dedicación plena a la co-creación inteligente del mundo mejor, partiendo del mundo recibido.

En el primer estadio, predominan las acciones del sujeto dirigidas hacía él mismo: incorporación de alimentos, aproximación, aprehensión y apropiación de cuanto encuentra llamativo en su entorno, de cuanto permite la satisfacción de todas sus ocurrencias. La entidad del otro es, todavía, poco menos que nula.
A medida que va convenciéndose de que los otros tienen iniciativas distintas de las suyas, a las metas biológicas anteriores se van agregando otras, relativas a los vínculos que él puede establecer con sus semejantes, aun cuando no haya alcanzado a descubrir en ellos el carácter de prójimo.
Este descubrimiento recién surgirá con los primeros escarceos del tercer momento: en cuanto el sujeto comienza a trascenderse, a salir de la temática propia, a volcarse por completo hacia los valores de la realidad, y ahora, sin visos de apropiación, ni de alienación.
El desarrollo personal se presenta, entonces, como una sucesión de cambios de fines en las acciones del sujeto: como un proceso de despliegue paulatino de sí, como un conjunto de cambios que llevan a la realización y, por tanto, confieren plenitud[1].
Tras el nacimiento, un primer momento en el que continúa el cierre sobre sí, con mayor probabilidad de ocurrencia para las pulsiones de la vitalidad y al que llamaremos estadio del ser-para-sí. En él, las iniciativas (impulsos) del sujeto están polarizadas por los valores biológicos.
Un segundo momento, en el cual el sujeto descubre a sus semejantes como individuos capaces de iniciativas y decisiones; y, como consecuencia, comprende que para subsistir (preocupación que aún lo domina), está obligado a ajustar su accionar al accionar de los otros: disputar o negociar bienes, concertar acciones, dar directivas o cumplirlas; éste es el estadio del ser-con-otros. En él, las iniciativas (impulsos) del sujeto están polarizadas por los valores de utilidad y autoafirmación, frente a las trabas y facilidades que la presencia de los otros podría significar.
Con el paulatino acceso a los valores superiores, es posible que vayan surgiendo más y más acciones en las que el sujeto, olvidado -ahora- de sí, dirija su acción a la realización de esos valores como última meta (sin esperar otra recompensa). En esas condiciones, coadyuvar por iniciativa propia -no como gesto de sumisión-, a la realización de los otros, pasa a ser el propósito predominante. Cuando estas acciones resultan frecuentes, decimos que el sujeto ha accedido al tercer momento del desarrollo personal o estadio del ser-para-otros.

Al predominio de las tendencias de la vitalidad, le sucede el del yo individual, y a éste el de la trascendencia. Al inexorable bajo concepto-de-si del primer estadio, merced al efecto positivo de la influencia que los otros pueden tener sobre el sujeto (¿acción educativa?), en el segundo estadio podría alcanzarse un realista concepto-de-sí. Y, finalmente, en el tercer estadio, el concepto-de-sí desaparece como contenido de la problemática personal.

Los tres estadios se suceden, pero sin excluirse: en el segundo, se dan también comportamientos propios del primero; y en el tercero, ocurren comportamientos característicos de los dos anteriores.
Así presentadas las cosas, si nos atenemos a la experiencia cotidiana, debemos reconocer que, aunque no está negado a nadie el acceso al tercer estadio de desarrollo, la probabilidad de encontrar sujetos en él resulta mínima. Es de suponer que, de aplicarse a los adultos, las estadísticas ubicarían a la inmensa mayoría de éstos –apenas- en el segundo estadio.


Mientras el ser-para-sí es, prácticamente, común a todos y las metas que persigue son totalmente previsibles, el ser-con-otros implica una apertura de posibilidades menos fáciles de prever: pues los recursos para el encuentro y la confrontación -desde que están sujetos a la imaginación, a las motivaciones y a las decisiones individuales-, admiten una diversidad mayor de posibilidades de acción que las que corresponden al estadio anterior. Y, por último, en el ser-para-otros, las metas posibles son, prácticamente, infinitas. En él, precisamente, reside el espacio específico de la creatividad. La creatividad no da espaldas a lo ya existente, sino que lo acoge respetuosamente, y lo aplica a la concepción y construcción de algo nuevo.


Ser-para-sí

Egocentrismo e inmediatismo constituyen notas salientes de este primer estadio, en el que el instinto de conservación tiene primacía rotunda.
En este estadio inicial, absolutamente común a toda la especie humana, la dirección vital es previsible, prácticamente, en su totalidad: es posible anticipar cuáles son las metas concretas del sujeto. Durante los primeros tiempos de vida, esas metas corresponden a las necesidades de nutrición, de abrigo, de protección contra los factores adversos y, fundamentalmente a la necesidad de atención personal, que habrá de derivar luego en necesidad de comunicación.
Con los años, algunas de estas necesidades primarias adoptarán formas distintas, de acuerdo a los cambios de contenidos socioculturales con los que el sujeto se va enfrentando, y a la interpretación que él puede hacer de ellos.
En esta forma, las necesidades de nutrición -por ejemplo-, podrían ser vistas como antecedentes de la necesidad de controlar y acumular (dinero u otros bienes). Y el corro de “adoradores” familiares de la primera infancia podrá ser reencontrado en las cortes aduladoras que proveen los cargos políticos y -en escala ligeramente menor-, en todas las jefaturas (empresarias, deportivas, etc.) que establecen la relación uno a muchos.

En principio, la pose del sujeto ante los satisfactores de sus necesidades es tiránica ("¡Agua!", "¡Quiero caramelo!", por ejemplo), y sólo poco a poco, con la ampliación del vocabulario y la ayuda pedagógica de quienes lo rodean, irá aprendiendo a dar, a compartir con otros eso "valioso" de lo que –en alguna forma- consiguió apropiarse.
En la frontera entre las necesidades biológicas y las necesidades psicológicas, se encuentran los vínculos frecuentes del niño con su madre: su olor[2]su voz, su mirada, su sonrisa, las pruebas de su real presencia.
Cambios iniciales particularmente importantes de este momento, consisten en superar el inmediatismo con la espera, con la capacidad de controlar los propios impulsos, con la capacidad de postergar las propias exigencias, de aumentar la tolerancia a la frustración. Las necesidades biológicas se entretejen, aun en los primeros meses de vida, con las que podrían considerarse incipientes necesidades psicológicas.
La regularidad en el cumplimiento de las funciones biológicas y los hábitos de vida durante los primeros tiempos, facilitan al niño la anticipación de algunos hechos: los que proveen satisfacción en el periódico surgir y resurgir de las necesidades orgánicas. La atención a sus necesidades, simultáneamente, lo van iniciando -de manera no verbal- en la idea de "norma". Este anticipar, comienza el ejercicio de algo tan esencial para el hombre como es la visión de futuro.

A la inicialmente poderosa y casi excluyente vinculación con la madre, se le habrán de agregar otras, como las que relacionan al niño con su padre, sus hermanos, etc., que irán imponiéndole el ingreso en “otra” sociedad más amplia. Pero, de momento y durante algún tiempo, los otros aparecen, para la aspiración del individuo, como destinados a someterse a sus requerimientos, con la misma docilidad y disponibilidad que ofrecen los objetos.
En el estadio del ser-para-sí, el sujeto está, de lleno, abocado a reivindicar su derecho a la vida. El hecho de que sus metas, sean básicas, comunes a la especie, permite a sus mayores, prestarle el apoyo que su inmediato y profundo desvalimiento requiere.


Ser-con-otro

a) TENSO

El otro se perfila en el horizonte personal, a partir de los choques de voluntades (intuición volitiva del otro): con su desatención a los requerimientos, con sus oposiciones a los impulsos, con sus trabas al avance exploratorio, con su quita de objetos que ya habían sido alcanzados.
Los inevitables y más que frecuentes choques de deseos entre el niño y los adultos, todas las analogías que el psicoanálisis encontrara con Edipo y Electra, se fueron instalando en este punto de la historia personal. Según Adler, hacen patente, en el niño, una inferioridad. Y, como consecuencia de un sentimiento profundo de dependencia, surge en el sujeto el afán de poder.
“De la imperfección de sus órganos, de su inseguridad y de su estado de dependencia, de su necesidad de apoyarse en los más fuertes y de su subordinarse a los otros -vista las más de las veces en forma dolorosa- le nace aquel sentimiento de insuficiencia que traduce en todas las actividades vitales. A este sentimiento de inferioridad se debe esa constante inquietud del niño, su ansia de actividad, su deseo de representar algo, su necesidad de medir las propias fuerzas, así como su entrenamiento para el futuro con todos los preparativos físicos y psíquicos inherentes.”[3]
Procedimientos, métodos y estrategias para ganarles a los otros comienzan a gestarse en el hombre, ya desde los primeros momentos de su vida, cuando su espontaneidad choca con las resistencias y prescripciones circundantes.
La lucha por el poder comienza a vivirse en la experiencia familiar (“Cómo lograr que mamá...”, por ejemplo) y, luego, mutatis mutandis, de una forma u otra, habrá de manifestarse en la mayoría de las experiencias de interrelación personal[4].

Hacia el principio de este segundo estadio, algunos interrogantes que emergen desde lo profundo de cada cual, son de este tipo: “¿qué tiene él?”, “¿qué tengo yo?”, “¿qué es lo que a mí me limita o falta (confirmación de mi inferioridad) y a él no?”, “¿por qué?“. Estas autopreguntas, expresan celos y envidias que se vuelcan en el panorama interpersonal, prologando rivalidades y actitudes competitivas.

En el esclarecimiento del principio de realidad, con sus conflictos de voluntades -fundamentalmente-, el individuo patentiza su YO como ser-con-otros. Y, en este estadio habrá de instalarse de manera más o menos rígida, y quizá por el resto de sus días, con las convicciones –no siempre acertadas- de que "si no se gana, se pierde" y de que “para sobrevivir hay que hacerlo con uñas y dientes: a cualquier precio".
A las iniciales necesidades de afecto y afirmación de sí, se agregan -ahora- respecto de los grupos humanos en los que es posible encontrarse, las necesidades de pertenencia y reconocimiento (aprobación, aplauso, ser respetado, admirado, afamado: encontrar, en fin, la proclama de alguna superioridad).
Comienza, así, una actitud de lucha -más o menos "civilizada"- por hacerse un espacio propio dentro del mundo humano.
“¿Qué hacer para que me acepten, para estar en el nosotros del grupo?”, “¿qué hacer para que vean mis méritos y me valoren, y me asignen un papel o acepten el papel que yo me elijo?”, “¿qué hacer para lograr status?”. El ansia de poder se agrega a las temáticas nutricional y lúdica, imperantes en el primer estadio del desarrollo personal. Y lo hace con un variadísimo repertorio de medios: estrategias y recursos tecnológicos que la madurez neurológica ahora hace posible.
Y, por cierto: esa lid con la que el niño se encuentra ahora, es algo de lo que muy probablemente sus padres todavía no hayan alcanzado a salir: porque junto a las auténticas intenciones educadoras que ellos procuran concretar, pueden darse –también- las oscuras facetas con las que llegan a ser progenitores. Las rivalidades entre los padres (disimuladas o no) pueden constituir una constante de la vida en casa. Y en la belicosidad casera, el niño sólo puede llevar las de perder: un modelo distorsionado de “cómo debe ser” la coexistencia de los humanos y, a la postre, un reiterado machacársele –a él concretamente- su carácter de dependiente sin remedio.

Las relaciones interpersonales de carácter bélico implican -ciertamente- operaciones en las que "todos pierden".
Quienes parecen ganar, se afirman en su particular manera de ser con los otros y, al afirmarse, se les hace rígida, van congelándose en este estadio (satisfacción consigo, "orgullo destructor", posible actitud paranoide). Quienes se declaran perdedores, pierden porque dejan de tener bienes que antes tenían o, incluso -en casos extremos-, porque se pierden a sí mismos, al perder sus personales capacidades de iniciativa y decisión. Perderse en su calidad humana específica, equivale a alienarse, a hacerse "propiedad ajena", a convertirse en esclavo, ser dependiente de ahora además de la voluntad y de la inteligencia de otro. La sumisión -como renuncia a pensar-, es conversión en "casi objeto" (ser-objeto-para-otro), inmersión en la angustia, reducción, estrechamiento que sofoca.

El ser-con-otros pone en crisis el relativismo egocéntrico: él, el otro, es (existe), aun cuando no se lo quiera. Y su contundencia hace frente: como argumento rotundo, simple e inmediato.
Con el tiempo, si se alcanzó alguna capacidad de autocrítica, este enfrentamiento inducirá a revisar los propios estereotipos (prefiguraciones, preconceptos, prejuicios), a tomar conciencia de esa criba subjetiva a través de la cual se captan y tratan los objetos, que resultan dóciles y dejan en el disfrute de falsas seguridades. Pero si el sujeto alcanzó algún punto de madurez psicofísica, el otro, como persona -con su inexorable carga de sorpresas posibles-, pondrá límites, conmoverá fantasías, llevará a tomar conciencia de la propia subjetividad.
Yo no soy "la medida de todas las cosas". Pero él, el otro, tampoco lo es. Y si podemos llegar a la convivencia es porque, en el fondo, ambos reconocemos que, trascendiéndonos, más allá de nosotros, hay factores que posibilitan nuestro encuentro. Eso pasa, sin ir más lejos, con la lengua: ni el otro, ni yo decretamos los nombres de las cosas que nos vinculan y de las que hablamos. Ambos debemos, al menos en principio, someternos al imperio de lo que se debe (a un se que la comunidad nos impone).

El ser-con-otros no es sólo rivalidad y guerra: en la medida en que el sujeto puede sobreponerse a la urgencia de sus necesidades básicas, y encuentra puntos de coincidencia con los demás[5], a la competencia (fiera o moderada) pueden presentársele otras alternativas.
El hombre es centro de iniciativas y fuente de decisiones. Y, en uso de su libertad, puede optar por otras de las posibilidades que su inteligencia le muestra.


b) DISTENDIDO

Mi conocimiento del otro y el conocimiento que el otro puede tener de mi, nos abren la posibilidad de coexistir pacíficamente[6]. Y a partir de este momento, tanto de él como yo, nos encontramos buscando coincidencias: coincidencias que habrán de ir acercándonos más y más, hasta lo inimaginable.
La comunicación interhumana sólo puede establecerse sobre la base de coincidencias. Por de pronto, la coincidencia entre lo que cada uno de nosotros percibe y la realidad a la que esa percepción se refiere. Para cada uno, se trata de una coincidencia entre una presentación y una representación: algo concreto, que está ante los ojos, y algo mental, algo que puede sostenerse como objeto de creencia. Procedemos como si... el pensamiento fuera –directamente- la realidad. Y, a veces, hay una real correspondencia; pero otras, no. Un dato empírico nos dice que la verdad (correspondencia entre el pensar y su correlato extramental) ofrece más garantías de encuentro interpersonal que el error o la mentira.
También hay creencias (supuestos operativos aun no fundados totalmente) que hacen de puente entre los dos interlocutores: creo -aun antes de oírlo hablar- que entiende mi idioma, que ambos coincidimos en el conocimiento de un grupo de símbolos y de reglas de combinación, que hablamos la misma lengua. Pero, fundamentalmente, nuestro diálogo se sostiene sobre el supuesto compartido de que tanto él como yo, somos “buenas personas” y no estamos en pie de guerra (confianza mutua). Pero, además, doy por sentado que coincidimos, en alguna medida, en acervo cultural, creencias, gustos, ideales y, aun, metas próximas. A medida que nuestras coincidencias se hacen mayores, mayores serán también nuestros vínculos.
Las coincidencias, en cierto modo, se sienten como armonías. Y, el hombre, desarmonizado al momento de su nacimiento[7], seguirá buscando -por el resto de su vida- como un real tesoro, cualquier muestra de armonía.. La ansiedad de poder, en esa búsqueda, no es más que un camino inmaduro (inmediato pero ingenuamente superficial).

El ser-con-otro se presenta, como oportunidad para la negociación (intercambio distendido con el otro, coincidentes ambos –él y yo- respecto de lo que se da y lo que se recibe). Es, también, oportunidad para la colaboración: trabajo con el otro, en el que cada uno pone lo que puede y quiere, en aras de un resultado mucho mayor, que el que podría lograrse de manera individual.
Las leyes y normas que describen el devenir de los procesos -naturales y no naturales- y las que prescriben el comportamiento técnico[8], en la medida en que sean útiles (prácticas) para garantizar algún poder son, aquí, en este estadio, ávidamente recibidas. Y, en su aceptación y acatamiento, el hombre encuentra modración a sus impulsos y facilidades para el logro de nuevas coincidencias y acciones conjuntas (armonías operativas).

Coincidencias en las formas de expresión, coincidencias en cuanto al contenido de nuestra representaciones, coincidencias en el esquema articular de nuestros esfuerzos y movimientos, coincidencias en el reconocimiento de valor para aquello que nos fijamos como meta común.
La realidad, lo concreto y tangible, con su ser y valer, se muestra –en principio- como fuente segura de coincidencias. Pero, a medida que la comunicación progresa, también los contenidos de nuestros pensamientos se van haciendo claros, comprensibles, objetos de nuevas y nuevas coincidencias. Con esto, nuestras posibilidades de comunicación aumentan aún más (¿en progresión geométrica?, ¿en progresión exponencial?).
La mayor facilidad de comunicación es interpretable como mayor proximidad personal. No todos los humanos, en principio, están a la misma distancia de mí: sólo algunos, a los que califico de "íntimos" alcanzan una cercanía particular. Respecto de éstos, hasta podría decir que sé cómo ellos ven el mundo, qué esperan del mundo, qué se puede esperar de ellos. Y al decir esto, no estoy afirmando que sus visiones sean las mías: hasta me puedo permitir la no coincidencia, sin romper la cercanía lograda.
Puedo percatarme de su sentir ante los sucesos de la realidad, puedo anticipar sus deseos y preocupaciones, sin que ellos sean –necesariamente- mis sentimientos, mis deseos y mis preocupaciones. Establezco con estas personas una suerte de unión, que no es fusión: porque en ella, ni el otro ni yo, nos perdemos. En este caso, puedo afirmar que nuestra proximidad física ha devenido PROJIMIDAD: algo más que una mera magnitud espacial, más que un rasgo situacional, una profundidad, una dimensión no inmediata del ser del otro, cuyo conocimiento nos acerca, reduce la distancia interpersonal, porque nos devela, en nuestras personales formas-de-ser, un sin fin de coincidencias estructurales y funcionales.
La projimidad es una cualidad reconocible en el otro. Según ella, el otro comparte conmigo un conjunto de notas: como la menesterosidad, la fragilidad, la capacidad de iniciativa, el poder de decisión, etc. Pero esas notas personales -en lo concreto- no necesariamente son idénticas a las mías. Y, además queda abierta la posibilidad de que él tenga cosas que yo no tengo, y viceversa.
A la esencia del "humano" corresponde el ser fuente de iniciativas y centro de decisiones, la posibilidad de crear lo distinto y, como consecuencia, la singularidad en el curso existencial. Coincidimos –entre otras cosas- en la radical posibilidad de no coincidir.
En lo que coincidimos, nos entendemos: podemos conocer –con algún margen de certeza- nuestras expectativas (esperanzas, dudas y temores). Y eso nos abre un campo propicio para el diálogo.
Pero en la no coincidencia, reconocida y mutuamente valorada, se enriquece la projimidad con la figura del ser complementario. Al mostrarnos qué puede esperar uno del otro, la posibilidad de co-laboración se nos hace patente.
Todo ocurre como si en la projimidad la coincidencia se diera en planos diferentes: el inmediato de la semejanza, y el mediato de la complementariedad posible. Primero se busca, con denuedo, la coincidencia y se rechaza[9] en forma tajante "lo distinto". Pero, luego, paulatinamente, va a descubriéndose y valorándose la problemática de la complementación interpersonal.

Él no es igual a mí, pero nuestras diferencias pueden articularse y llevarnos a resultados beneficiosos para ambos.
Yo, que luché toda mi vida por afirmar mi derecho a vivir, a ser reconocido y aceptado en mi singularidad; por dejar bien claros mi dignidad de persona y todos los derechos que le son inherentes, reconozco –de lleno- que el otro tiene esa misma dignidad y esos mismos derechos. Y ya no lo veo como mi rival, sino como co-paciente ante problemas y dolores, como copartícipe de proyectos, éxitos y alegrías, como compañero de ruta, como posible concurrente –conmigo-, aunque más no fuere, en el último destino.

Desde el comienzo de la instalación del sujeto en el ser-con-otros, ya habían ido surgiendo diversas circunstancias u ocasiones propicias para la continuación del desarrollo personal hasta su último estadio.

El juego infantil es antecedente forzoso para toda posibilidad constructora en colaboración. El juego y la amistad, oportunidades de despreocupación que en buena medida se apoyan en la seguridad apacible de la vida hogareña, ayudan a diluir o canalizar los arranques belicosos, la tendencia compulsiva a lo “práctico”: a la búsqueda excluyente de sólo lo que sirve (porque el sujeto tiene la obsesión de ser servido, quizá como resabio pertinaz de sus necesidades primarias insatisfechas).
En el juego desinteresado y en la amistad, el niño y el hombre –más tarde- encuentran que no todo es para comérselo, para ponérselo, para embolsárselo, para usarlo...: porque descubre "nuevos" valores -valores superiores- cuya captación hace de la vida una vida verdaderamente humana: la belleza, la verdad, la bondad (bien moral), la salvación eterna, aun cuando para la visión simplista no aporten ninguna “utilidad”, van perfilándose como dignas de ser buscadas, como dadoras de sentido.
El juego ayuda al niño a superar su egocentrismo: “La alegría misma del juego consiste en que los niños, cada uno de por sí, quedan absorbidos por el juego, viven en el juego y se olvidan de sí mismos”.[10] Pero además, Moor agrega que “de esa alegría, puede surgir aquel estado en que uno se encuentra fuera de sí y dentro del otro.” La comunidad del juego, con la plenitud emocional que despierta en el niño, ofrece los primeros ejercicios en el aprendizaje del todavía lejano ser-para-otros.

Junto al goce del juego y de la amistad auténtica, el dolor -inevitable y omnipresente- ayuda a descubrir la projimidad.
El descubrimiento de la projimidad suele darse en el cotejo del sufrimiento propio (experimentado alguna vez) con el actual sufrimiento ajeno: la analogía del dolor de uno con el dolor del otro, podría sugerir la conveniencia de recurrir -para ambos casos- al mismo medio de disipación. La conmoción por haber sufrido, puede mover –en segundas instancias- a la compasión: a padecer por el dolor ajeno. Y, de este co-padecer a la donación del remedio o de la fórmula de superación, hay poco trecho: aparece una espontaneidad (facilidad) en la prestación de ayuda, en el apoyo.
Pero no siempre, el dolor y sufrimiento acercan a las personas: por diversas circunstancias, puede ocurrir que la comunicación interpersonal no sea posible, que el individuo tenga que vivir su padecimiento, físico o psíquico, en soledad. En este caso, puede sobrevenir la angustia: un angostamiento del mundo, que aplasta, que oprime, que quita el aire, que lleva al arrollamiento sobre sí y, entonces, a la implosión destructiva.

Como el dolor y el sufrimiento, el peligro y el enemigo común, movilizan el actuar conjunto y ayudan a intuir la projimidad del otro, aun cuando –frecuentemente- sólo de manera específica (parcial), restringida a apenas los vínculos reales con lo concretamente peligroso (hecho o persona).

En las antípodas de la angustia, está la alegría: que es aligeramiento, extinción del peso de las culpas, los rencores, las necesidades, los temores, las dudas, las obligaciones, las desconfianzas, las preocupaciones... Con la gravosidad de la existencia cotidiana, en la alegría, tanto la carga del pasado, como la del futuro, son eclipsadas por la satisfacción del presente. Liviandad, agilidad actual, satisfacción plena (plenitud) aparecen como características de la alegría; a la cual, si la concebimos extendida en el tiempo, llamamos "felicidad".
La alegría por el éxito o por el surgimiento inesperado de un hecho grato -como toda alegría-, es salida de sí sin enajenación: porque en él se diluyen las ataduras a cuanto pueda ser expectativa de lucha (actitud defensiva, recelo, levantamiento de defensas, y preocupación por estrategias de ataque).
Un alto grado de intensidad, vuelve desbordante a la alegría: el sujeto, espontáneamente y fuera de todo interés negociador o beligerante, se muestra en forma franca y contagia la emoción que le embarga, provee gratuitamente al otro esa plenitud que gratuitamente recibió. No hay precio, no hay rivalidad, no hay propósitos que se interpongan, no hay necesidad de negociar nada, en la alegría desbordante: hay eliminación de barreras, acercamiento de intimidades y generosa donación de sí, en la que el donante nada pierde. Así, la alegría se cede al otro en un proceso tan espontáneo que semeja al contagio.

En el ser-con-otro tenso (agresivo) nos constreñimos dentro un amplio, pero limitado campo de posibilidades: trabajar, esforzarnos por lo que se necesita para sobrevivir o para vivir confortablemente, o para que nos valoren como creemos merecer; y buscamos lo que nos sirve, lo que es útil, lo práctico. En el ser-con-otro distendido, además de los valores biológicos y utilitarios, el campo de posibilidades se abre -en cambio- al infinito.
La captación de los valores biológicos y utilitarios impregna la base de la existencia y, por su imperiosidad crea obligaciones, ataduras y dependencias, y una secuela de posibles sobresaltos y angustias. La CAPTACIÓN DE LOS VALORES SUPERIORES deja en el hombre un saborcillo de inmensidad, de inagotabilidad, de apertura a lo infinito. Cuando el hombre no está urgido por perentoriedades, se manifiestan en forma franca las temáticas de lo bello, lo verdadero, lo ético y lo santo.
Mientras lo biológico y lo utilitario plantean exigencias ineludibles, los valores superiores se presentan como opciones, como materia propicia para la libre elección: llaman pero no obligan. Y, con ello, además, la diversidad personal se afirma en sus fueros.

La aprehensión real de los valores superiores y –también- su realización en bienes, plenifican al hombre: son genuinas fuentes de alegría. Tanto quien descubre algo nuevo valioso, como quien crea una obra de arte, por ejemplo, tienden espontáneamente a hacer partícipe a su entorno humano de eso nuevo que se le develó o que logró[11].
A medida que en el estadio del ser-con-otros van surgiendo más y más pulsiones hacia los valores superiores y debilitándose la preponderancia de las pulsiones del ser-para-sí, comienzan a perfilarse los rasgos del tercer estadio.


DISCIPLINA, DELICADEZA Y PRIMOR
Existen algunos términos poco usuales o imprecisos para muchos de sus usuarios, quienes suelen distorsionarlos y dejarlos, a la postre, con escaso peso significativo. Tal lo que ocurre con "delicadeza" y "primor". Vamos a tratar de determinarles un significado. Para ello comenzaremos precisando una definición para "disciplina": un tercer término, que es menos polémico, y cuyo significado, además de estar en la base de los dos anteriores, ofrece un interesante contraste esclarecedor.

“Disciplina” es ajuste a prescripciones: es una disposición personal por la cual el sujeto acostumbra respetar las normas vigentes, las pautas contractuales acordadas previamente, las directivas y las reglas de ejecución que corresponden a las tareas de las que él se ocupa.
“Delicadeza” es una forma de proceder por la que el sujeto -por iniciativa propia y desinteresadamente- tiene en cuenta los objetivos establecidos y las pautas de realización esperadas, pero además, presta especial atención a los que, él estima, son requerimientos particulares que plantean, implícitamente, las personas destinatarias de su trabajo. Hay, en la delicadeza, un insoslayable respeto por la libertad del otro.

Por “primor” vamos a entender: una forma de proceder en la que no sólo se satisfacen las características acordadas para el producto, sino que, además, por iniciativa del ejecutor -y sin que medien ni un encargo, ni un interés retributivo-, se tienen en cuenta aspectos estéticos o detalles que mejoran la calidad esperada. Dar lo que se espera, y aún más.

La disciplina es un supuesto de la delicadeza y del primor.
Mientras la disciplina se refiere al vínculo del sujeto con los contenidos, objetivos y medios del actuar, en la delicadeza y en el primor se enfatizan los vínculos del sujeto con las personas. Son inequívocos reconocimientos del carácter de prójimo que les asiste.
En la delicadeza el énfasis está puesto en las personas y su particular forma-de-ser. Y en el primor, ese énfasis se centra en las personas y su posible trato con el producto.
La disciplina es cualidad personal, pero se refiere a la organización, al orden -fundamentalmente interno- del sujeto, a su capacidad de llegar a resultados determinados. Es susceptible de ponderación retributiva, y potencia al individuo en negociaciones que se pueden plantear al respecto. La disciplina es objeto de transacción: "sí sabe hacer X, se le pagará Y", donde "saber hacer" equivale a "ser disciplinado en la realización de algo".
La delicadeza y el primor no son objetos de negociación, sino dones que se dispensan gratuita y libremente, como afirmación de la dignidad del otro, en la dignificación del propio trabajo.
Sin duda, delicadeza y primor pueden resultar de difícil comprensión en un mundo utilitario a ultranza, en el que "todo tiene su precio", en el que "todo servicio debe pagarse", en el que la economía es el valor máximo y en el que, por otra parte, no se ve la importancia de distinguir “persona” de “cosa”.
Si la delicadeza se opone a la grosería, al primor lo vemos como opuesto no sólo a lo tosco, sino, aun, a lo que estando bien hecho, queda restringido a las pautas establecidas (lo estrictamente obligatorio, lo negociado, y –aun- a lo menos posible): porque en el primor, nos interesa refirmar la posibilidad de que las cosas se hagan aún mejor que lo que responde a presiones (de cualquier tipo). El primor implica lo bueno y, también, lo mejor: hacia lo que, en último término, apunta siempre todo gesto de amor.
En un verdadero hogar, por ejemplo, suelen verse más tareas hechas con primor, y frecuentes gestos de delicadeza que en aquellos ámbitos que no alcanzan a ser otra cosa que mera vivienda.
"Delicadeza" y "primor" hablan de una incondicionalidad y de dignidad reconocida, de una enfática valorización personal que caracteriza, precisamente, al ser-para-otros.

JUEGO Y DEPORTE
Al juego infantil de unos niños con otros, habrán de sucederle otros juegos y deportes del hombre en otras edades de su vida. Nos referimos, aquí, a circunstancias artificialmente creadas, en las que dos o más individuos, sin obligación, pero ajustándose a un repertorio de reglas que aceptan de buen grado, se aseguran cierta holgura para intervenir creativamente en el desarrollo de una lucha no destructiva, por el simple placer de realizarla. Juegos y deportes son actividades con sentido en sí mismas.
Quedan descartados de esta consideración, entonces, todos los juegos y deportes que se hacen con fines que trascienden el placer de su práctica misma, y se hacen por afán de lucro, fama, autodemostración de poder y, aun, por razones terapéuticas.
“El juego es un esfuerzo, -dice Ortega y Gasset- pero no siendo provocado por el premioso utilitarismo que inspira el esfuerzo impuesto por una circunstancia de trabajo, va reposando en sí mismo sin ese desasosiego que infiltra en el trabajo la necesidad de conseguir a toda costa su fin.”[12]
Como en el caso del juego infantil, López Quintás ve, también aquí, que “jugar es una actividad creadora que implica a todo el hombre y lo abre cocreadoramente a lo real”.[13]

AMISTAD
La amistad es el vínculo interpersonal grato, que se establece entre dos o más personas, en razón de alguna afinidad (ocupación, vecindad, gustos, problemática, etc.). Hay, implícita en ella, alguna experiencia compartida.
La amistad verdadera -porque la amistad se da en diversos grados- muestra que existe en ella, además del encuentro, un componente no condicionante de mutua colaboración.
Pero la amistad es incondicional: no puede ser fundada en conveniencias o aprovechamientos posibles. En ella, ni el ayudar, ni el ser ayudado dan derechos.
En la raíz misma de la palabra "amistad", está anunciado su componente de amor. Éste, según dice Maritain, lleva implícito "el deseo de que aquel que amamos exista y tenga lo que él ama.”[14] Si bien yo capto su projimidad –en primera instancia- por sus coincidencias conmigo, él es otro; y lo que a él debo darle, porque lo amo, no es lo que a mí me gusta, sino aquello que él requiere para su singular realización como persona distinta de la mía.
A pesar de toda la informalidad que la amistad permite, el respeto profundo aparece, en ésta, como un componente indispensable. El otro es, eminentemente, persona -como yo- y, de ningún modo, puede ser objeto de manipulación o instrumento para mis fines.
Julián Marías contrasta el enamoramiento con la amistad, cuando afirma que al primero “le pertenece ser desmesurado, [pero] la amistad está siempre medida, tiene que estar hecha de mesura y ajuste; podríamos decir que es un sentimiento exacto."[15].
A diferencia de lo que ocurre con el enamoramiento -que puede no ser correspondido- la amistad es inexorablemente, mutua. Y, como consecuencia, se configura una cierta igualdad, una coincidencia, a pesar de las enormes diferencias que, en lo superficial, puedan ser evidentes entre un amigo y otro.
No obstante divergir en sus ideas y en sus posturas respecto de hechos concretos, los amigos se ofrecen como ayudas y complementos diligentes ante las dificultades experimentables por cualquiera de ellos (solidaridad). En este sentido, hay una aceptación recíproca que transciende a las diferencias personales. Y, con esa aceptación mutua, la amistad configura un cierto trasfondo de seguridad, de confianza y distensión profunda.
En toda comunicación interhumana -haya conciencia o no de ello- existe un margen de inseguridad respecto de la coincidencia de códigos, sin la cual no hay comunicación. Es habitual que nos comuniquemos con el otro, en el supuesto (creencia) de que esa coincidencia ocurre, pero a riesgo –siempre- de equivocarnos. En la amistad, ese margen de inseguridad resulta mínimo o nulo: de hecho, los códigos verbales que los amigos comparten, además de ser particularmente amplios, están acompañados por códigos no-verbales. Recordemos que los estados afectivos se comunican más precisa y diligentemente por vía no-verbal.
La amistad es un vínculo que -en principio al menos- parece establecerse con carácter definitivo ("de ahora en más", como en la fraternidad) y, aunque la proximidad física pueda estar interrumpida durante largos años, cualquier encuentro ulterior demuestra que ella no se extinguió, sino que estuvo siempre latente.

ENAMORAMIENTO
En el enamoramiento, se descubre al otro, no solamente como prójimo sino como prójimo cuya existencia está destinada a entretejerse con la propia: porque en él se cree percibir –por fin- la valorización de sí siempre esperada, el aliento, el estímulo a la realización como persona total (un real vislumbre de hogar como el que nunca antes alcanzó a tenerse[16]).
Julián Marías dice que “el amor no se puede imponer”. Y agrega: “Hay [en él] una extraña libertad que, paradójicamente, no consiste propiamente en elección”[17].
No hay razonamientos que antecedan, como fundamentos, al acto de enamorarse: todo ocurre de manera directa, como una intuición afectiva que implanta así, sin más, una creencia poderosa, tanto por su fuerza, como por su luminosidad.
Si buscamos los signos externos que anteceden al enamoramiento, los encontraremos en el particular refulgir de las miradas, en su concentración y perseverancia, que van, -con mucho-, más allá de lo habitual. Algo que muestra la singular importancia personal del otro y, a su vez, hace a uno mismo sentirse importante.
El enamoramiento conmociona, a quien lo experimenta, en un plano profundo de su ser. W. Passini dice, precisamente, que “enamoramiento es descubrir y renacer: una inmensa fuente de energía y creatividad, un terreno realmente fértil para la intimidad”[18].
Quien está enamorado se siente valorado y dispuesto a valorizarse aún más: querría ser perfecto, y está dispuesto a ser mejor de lo que es. Considero que un signo evidente de esto, podría verse, sin ir más lejos, en las caras de quienes hablan por teléfono con su amada o amado.
Cuando el enamoramiento es recíproco, se dan en él: el gozo de la plenitud, como apertura sin reticencias, y con voluntad plena que compromete sin peso, como feliz confirmación del propio valor.
Como la amistad, el enamoramiento proyecta hacia un futuro sin límite: tiene el carácter de lo que es "de ahora en más". A pesar de que puede no ser correspondido, es tanta la fuerza con la que el enamoramiento actúa en el sujeto, que a éste la vida se le hace inconcebible sin el ser amado.
El enamoramiento implica -tal vez como ninguna otra experiencia interpersonal- la aprehensión de la projimidad: porque incluso, la alegría del acercamiento posible y creciente, desborda en el don gratuito y pleno de sí para la realización del otro.
El enamoramiento envuelve e impregna al sujeto. Marías afirma que “el enamorado lleva en sí y consigo a la amada, precisamente en cuanto otra; por eso está en-amorado. Siente que lo más suyo, su última realidad íntima, se le escapa hacia la de otra persona sin la cual no es, sin la cual ha cesado de ser inteligible, que es su vocación más auténtica, con la cual se proyecta hacia el futuro.”[19] En esa proyección –pensamos- radica una clara posibilidad de que el enamoramiento no se convierta en alienación.

EL MATRIMONIO
Durante miles de años, el matrimonio contraído como compromiso de apoyo mutuo y de estabilidad protectora (particularmente en función del hijo o de los hijos esperados), ha sido una excelente oportunidad –por de pronto, por su parsimonia didáctica- para superarse, para ir saliendo de sí y olvidando la temática individual, en aras de metas que hacen a la mejor existencia de los otros.
En el matrimonio se intenta estabilizar un vínculo que, originariamente, se concibió "de ahora en más" (intención de futuro sin término) en una vida que es proceso omnímodo y constante hacia lo mejor.
El intuir la complementación personal posible (unión de los distintos), prologa un rozamiento interpersonal que, allende lo corporal, estimula el mutuo ajuste de limitaciones, desarreglos y desequilibrios psíquicos preexistentes (en cualquier humano)[20].
Las fricciones que podrían producir algún desgaste encuentran compensación en las satisfacciones (placeres) que hace posible el amor, motivación eminentemente superadora, mientras ayuda a ver, más allá de los sufrimientos inmediatos, posibilidades reales de ser mejor. Esto permite que los choques intercónyuges pasen a terceros o cuartos planos en el decurso de la vida familiar.
Con su dinamismo reajustador constante, el matrimonio, así constituido, configura un medio estable (equilibrado) "a pesar de todo". Y esa estabilidad exterior que se configura entorno del hijo, favorece en éste, el logro de estabilidad interior (seguridad, paz, serenidad, equilibrio emocional).
Esta paradoja de la vida familiar –fortaleza a pesar de la debilidad- muestra al hijo, sin necesidad de palabras, que no obstante el carácter de lucha que la vida tiene, “el amor todo lo puede”. Una vez que él alcanzó esta convicción, es poco probable que se vea inclinado a empresas de autodestrucción (desvalorizaciones de sí, adicciones, suicidios, etc.).

RELACIÓN SEXUAL Y PROGENITORIEDAD
El enamoramiento culmina, como aproximación física, en el encuentro de los sexos. En él, la confianza mutua llega a puntos extremos, rayanos en la irracionalidad (como en la no ponderación de riesgos).
Intensa concentración en el comportamiento (receptivo y activo) del otro, con olvido de sí hasta la extinción momentánea del dolor. La atención centrada en el otro, se integra con gestos de aceptación gustosa que buscan complacer acercando (ternura), en lo interpretable, como un rito de cuasi adoración que no sigue, necesariamente, esquemas fijos.
Expresar ternura, ser objeto de ternura, constituyen puntos álgidos en la posibilidad de captar al otro como prójimo (aprehensión de una igualdad de imagen y semejanza, a pesar de las diferencias innegables).
En la espontánea armonización de ritmos y tensiones vitales que el acto sexual supone, se liberan los propios impulsos y automatismos biológicos, en una experiencia de total entrega al otro.
Aunque con desigual extensión temporal respecto de uno y otro sexo, se trata –nada más y nada menos que- de una entrega a futuro de la propia existencia. Por un lado, el traspaso irrestricto de información genética -descripción íntima, desconocida aún para el propio actor- y, por otro, una irreversible entrega adaptativa de sí, que compromete insoslayablemente el futuro personal. Según la medida en que cada sujeto es capaz de captar la projimidad, esta entrega podrá ser más o menos intensa, efectiva y perseverante.
Pero, en todo caso, una vez iniciado el acto se sexual, la fuerza del instinto va tomando el comando de los comportamientos de manera creciente, e iniciativas, razonamientos y decisiones quedan -en principio al menos- sin ningún espacio. La unión momentánea de los cuerpos a instancias de las fuerzas naturales, se asemeja, así, más a la fusión que al encuentro personal.
La "plenitud" del orgasmo después de la intensa tensión del proceso, aunque momentánea, es fugaz y ocurre como una extinción: una armonía concretada, en la que ninguna búsqueda tiene ya sentido. ¿”Projimidad”?, ¿”valores”?: son ideas y, como tales, aquí se desvanecen.

En la percepción prenatal y postnatal del hijo, más allá de los factores hormonales que en alguna forma actúan, el reconocimiento de rasgos familiares y la comprensión de su evidente desvalimiento, inciden para despertar ternura. Como consecuencia, disposición favorable y perseverante a la provisión de cuanto el hijo pueda necesitar para afirmarse en el ser (por de pronto, para sobrevivir).
Don gratuito -porque no espera retribución-, la dedicación progenitora es, de por sí, una forma genuina de ser-para-otro. Y en la medida en que cada progenitor haga carne en sí mismo esta disposición activa, ella se constituirá en signo real de su llegada al tercer estadio del desarrollo personal.

SOLIDARIDAD SOCIAL
En escala comunitaria, el dolor y el sufrimiento ajeno, la inferioridad circunstancial, a quien está sensibilizado (capacidad de empatía) y tiene conciencia de poseer alguna solución -total o parcial-, lo moviliza al gesto solidario: a la contribución gratuita para mitigar el padecimiento que el otro experimenta o puede experimentar.
La crisis del otro (evidencia de su habitual o circunstancial inferioridad de condiciones), aunque él fuere un desconocido, y la conciencia de que se cuenta con bienes apropiados para superarlas, compromete la acción de quienes son sensibles a la projimidad.
Si la projimidad es la cualidad del otro por la que le reconozco como ser semejante a mí, la solidaridad es la cualidad, mía, que me permite considerar como propios sus padecimientos y ceder gratuitamente[21] los medios de los que yo dispongo, para ayudarlo a superar su situación crítica.
La complementación en empresas de intereses compartidos es co-laboración. Sólo cuando esos intereses son sólo los del otro, la acción es solidaria.
Las solidaridad va desde la cesión de bienes materiales, a la promoción personal e interpersonal (al acercamiento, a la concertación, a la organización de las personas para que hagan en conjunto cosas que individualmente no podrían). Y este es el papel específico del gobernante, del político.
Muchos son los males que en las comunidades se sufren, nada más que porque a sus miembros les falta capacidad para articular sus esfuerzos y recursos instrumentales. Es solidario quien aporta su saber y su idoneidad coordinadora y enseña, quien acerca a la gente, quien la ayuda a ver metas comunes, quien muestra caminos, quien atiende y cura accidentados y enfermos, víctimas de siniestros o catástrofes. Es solidario, en fin, quien sin perseguir ningún beneficio propio, tiende la mano al que está en inferioridad de condiciones para ayudarlo a salir de ella.
En la solidaridad auténtica, la distinción "inferior/superior" es vista como un hecho circunstancial, implica una confianza madura e irrestricta en las posibilidades de superación del otro.


c) LA FRAGILIDAD DEL SER-CON-OTROS DISTENDIDO

Con la entrada paulatina que desde el ser-para-sí va haciendo en el ser-con-otros, el sujeto encuentra aún vigente su primaria problemática, pero ahora con la necesidad de adaptar sus perspectivas y estrategias, al logro por sí mismo de lo que se requiere.
Lo necesario está ahí, en el mundo, pero ahora debe ser conquistado y, aun, disputado: porque el otro también aspira a ello, y entonces se plantean las luchas. Pero, a medida que el sujeto puede elevarse sobre lo controversial, es posible que descubra también la analogía existente entre él y el otro, es posible que capte la projimidad del otro.
De esta manera, y a lo largo de los años, podrá descubrir infinidad de circunstancias propicias para una apertura de sí cada vez mayor: una apertura que no significa evanescencia, extinción de sí, sino –por el contrario- afirmación en el ser, crecimiento, progreso en la propia realización como persona.
Juegos y deportes, amistad, enamoramiento, matrimonio, relación sexual, progenitoriedad, solidaridad social, son algunas de las relaciones interhumanas llamadas a apuntalar el desarrollo personal: porque hacen patente la projimidad, con su carga de necesidades, limitaciones y sufrimientos, que invitan a la complementación, con el don gratuito por parte de quien, circunstancialmente, se encuentra en condiciones de proporcionarlo. El resultado posible: un constante apoyo mutuo para el avance hacia lo mejor. Es éste, un esquema que se repite.
Pero las cosas no son fáciles: no están dadas de manera automática, sino que hay que ir conquistándolas, con inteligencia, y movilizando las propias capacidades de atención, esfuerzo y perseverancia, aprehendiendo valores, reconociendo opciones y tomando decisiones libres. Los tiempos de dependencia absoluta, ya quedaron atrás, y la figura que ahora se impone es la de la complementación (negociadora o amorosa).
Tanto la aprehensión de la projimidad, como la de los valores, imponen con frecuencia vencimientos de sí, superación de las debilidades propias: además de las limitaciones sensoriales, el olvido del pasado, la imprevisibilidad del futuro, el insoslayable recorte perceptual con que captamos el presente, nuestra tendencia a la generalización, los prejuicios, la rutinas, las expectativas, la reivindicaciones que vienen de la primera infancia y que oscurecen insistentemente nuestra capacidad de ver la realidad con objetividad.
Bajo concepto-de-sí, y afán de poder, interfieren permanentemente en nuestra aprehensión de las cosas y -en particular- de las personas, y afectan nuestra capacidad de actuar con ellas. Aquí encuentra plena vigencia aquello de "no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero" (Rm 7,19).

En los hechos, la delicadeza puede quedar reemplazada por la formalidad: que es, al menos, útil porque apacigua impulsos, y permite saber a qué atenerse (qué esperar y qué hacer: favorece la acción mediante el coincidir). Pero, cuando la formalidad no se comprende, se convierte en formalismo caricaturesco y deviene en fastidio por el sinsentido, en trasgresión y, finalmente, en franca invitación al desencuentro.
La habilidad de conseguir bienes y acumularlos previsoramente, con el congelamiento del ser-para-sí, se convierte en avaricia (apego a lo atesorado); y la capacidad de dar, se retrae hacia la mezquindad, que no da nada o –en el mejor de los casos- da lo menos posible. Una larga experiencia de abusos empresarios y una mezquina lógica gremial, con frecuencia hoy, desalientan todo intento individual de aplicarse a fondo en el desempeño laboral, y restringe a las personas en enfoques excluyentemente utilitaristas: sólo por presión, de donde la necesidad permanente de recurrir a movimientos “de fuerza”.

La alegría se trasforma en humorismo burlón, festejo grotescamente agresivo y, aun, destructivo.
Estudiantes que festejan la terminación del curso lectivo, destruyendo sus propios trabajos del año. Celebraciones del egreso universitario de un compañero, cubriéndolo con huevos, harina, etc. Y las cosas que se hacen, también, al “homenajeado”, en las despedidas de soltero: todas, reales expresiones de envidia (¿?), cooperativamente encubiertas, por realizarse en patota.

Los juegos y deportes se desvirtúan por completo en la búsqueda del lucro económico y en la compulsión a la superioridad: cargas tensionales extrañas a lo que se está haciendo, argucias (malas artes), dedicación exigua, contaminan y distorsionan las cualidades originarias del juego y del deporte infantil.

El hecho de que a cualquier acercamiento reiterado se lo llame “amistad”, desfigura y oculta –con frecuencia- la posibilidad de concretar reales amistades. Desde la proximidad interesada que procura sacar provecho del trato con otros, a los binomios amo-esclavo y a las relaciones francamente sadomasoquistas, la ingenuidad de la ilusión desiderativa suele llamar “amistad” a cosas que, en rigor de verdad, no lo son.
Más allá de la indiferencia o frialdad personal –ceguera a la projimidad-, el sadismo disfruta con el dolor (el sufrimiento) del otro y llega, incluso, a provocarlo, constituyéndose –por ello- en un signo trágico de manipulación.
Por una natural economía, el hombre tiende a congelar conocimientos para mejor guardarlos, y a rutinizar comportamientos, para evitar emociones y necesidades de reflexionar y decidir. La amistad, con su poderosa carga de confianza, corre el peligro de caer en este tipo de "automatizaciones", desde el momento en que se cree -groseramente- "yo ya sé lo que Fulano va a contestar", "siempre hace y dice lo mismo", "hay que decirle lo que tiene que hacer" (o "ya me va a decir si tengo que hacer algo"). Esta comodona rigidificación del otro, quita a éste toda posibilidad de cambio y superación, y lo convierte -finalmente- en una cosa o paquete sin misterios. Y, así, el sentido de la amistad, realmente, se extingue.

La falta de ideales que orienten y sostengan, puede afectar al enamoramiento mutuo, sumiendo en la rutina que congela o en la veleidad que termina separando.
El enamoramiento unilateral, por su parte, ahonda en la soledad temida, porque puede incitar a la mentira, insinuarse hacia el sadomasoquismo y –según el caso- aun desembocar en la cosificación proxeneta. La seducción que no parte de un real enamoramiento, es falsedad, intento de engaño, burda pretensión de manipular.
En una generalización diagnóstica, Julián Marías afirma que “Las relaciones 'amorosas' en nuestro tiempo se mantienen por lo general a una gran distancia personal: la mayoría de ellas son mucho menos íntimas que una amistad intensa”[22]. Es posible que el enamoramiento esté siendo reemplazado por alguna forma de "negociación" o burdo trueque de probables servicios.
Pero, además, y tal como ocurre con la amistad, la compresencia prolongada, para quien padece propensión a congelar, el enamoramiento puede desembocar en rutina alienante.

Cuando los hijos no se desean y cuando se carece de una firme capacidad de compromiso, cuando el sentido de responsabilidad y la valentía de afrontar el futuro no han sido cuidadosamente cultivados, no puede esperarse que se perciba la oportunidad de auténtico crecimiento personal que el matrimonio -con sus distintos avatares- brinda constantemente.
La presión de las costumbres sociales, con frecuencia meras rutinas, durante siglos ha venido llevando al matrimonio a personas no suficientemente maduras para él. Y, como consecuencia, y con el respaldo de los “modelos” mediáticos que recogen las frustraciones y alientan las huidas infantiloides y el confort hedonista, la institución matrimonial sufre hoy –para muchos- un real desdibujamiento.

Las relaciones sexuales inmaduras –que pueden ser crónicas-, teñidas de superficialidad e inmediatismo juvenil, exacerban el ser-para-sí, y con su habitual descuartizamiento perceptual del otro, reducen la relación interhumana a mero trato con objetos. En la manipulación, se expresa a las claras una ausencia total de projimidad: ausencia a la que el hecho frecuente de la cosificación recíproca no hace más que refirmar.
Las presiones hormonales no tolerables y la fuerza de hábitos ya adquiridos, contribuyen a trivializar y despersonalizar al acto sexual, confiriéndole, incluso, los rasgos de cosa negociable.
En un mundo donde nada es importante –ni las personas-, la solemnidad se vuelve bagatela trasnochada. Y la relación sexual se reduce a juego de tensiones y distensiones, en prácticas obvias de lo que bien podría llamarse “idolatría del relax”. Esto, a tenor de lo que muestra el cine, poderoso modelador de la juventud.
Convendría establecer hasta qué punto, el tan mentado hedonismo no es, en el fondo, más que satisfacción del afán de dominio, búsqueda de la sumisión ajena: algunas prácticas perversas que –aunque no nuevas- son reflotadas y difundidas hoy por los medios, así parecen sugerirlo. En la relación sexual pueden quedar al desnudo, también, intimidades psicológicas de antigua data.
Los alardes en corrillos de amigos que algunos sujetos suelen hacer, pueden ser interpretados como evidencias de su inseguridad profunda, “juveniles” distorsiones en sus vinculaciones del sexo con el poder.

Dar lo que se quiere (compulsivamente), sin haber indagado qué es lo que el otro necesita, suele enmascarar más de una falsa generosidad progenitora. Posesividad, abandono, falta de autoridad y autocracia, manejos por la culpa, el soborno y el miedo, son signos elocuentes de projimidad filial no descubierta.
La salud precaria (física o mental) y el cansancio, el exceso de tareas y preocupaciones, coadyuvan –también- negativamente en el ejercicio de una progenitoriedad a la que se le escapa el carácter de prójimo que le cabe al hijo. No lo consigue, por cierto, quien quedó anclado en el ser-para-sí o en la fase tensa del ser-con-otros.

Nada aportan los arrebatos patrióticos, ni las declamaciones liberales o socialistas, cuando el sujeto vive obsesionado por sus reivindicaciones primarias, o cuando está poseído por el arrebato bélico del ser-con-otros tenso, aunque se diga luchar por la justicia: porque, finalmente, además de demostrarse ineptitud para concertar voluntades y administrar los bienes comunitarios, se desmantelarán instituciones y se retrotraerá la cultura a estados primitivos. Y esto es más que peligroso en este momento en el que alguien –también inmaduro- puede encontrar la llave de los recursos técnicos altamente destructivos actualmente disponibles.
Afán de poder, enriquecimiento ilícito, nepotismo[23], reeleccionismo (perpetuación en el poder), exhibicionismo (lucro económico, búsqueda de fama, pleitesía, incuestionabilidad del propio mandonear), colocan en una misma categoría a los politicastros, a los médicos y docentes mercantilizados[24], a los pastores religiosos que se desvelan por status confortables.
En todos esos casos, se trata de posibilidades de superación formativa, que se frustraron tironeadas por las fuerzas del primer estadio (del ser-para-sí), y continuaron impregnando al segundo (del ser-con-otros). Las ocasiones propicias para el desarrollo personal, pueden, entonces -para muchos-, pasar de largo.
La destrucción contaminadora contra la cual luchan sanamente los movimientos ecologistas, no es más que una expresión de la fragilidad del ser-con-otros (afán de poder, lucro monetario). Y los gestos ecologistas, si apuntan a "segundos efectos" (de posicionamiento político, por ejemplo), son de la misma índole de aquello que dicen combatir. Sólo cuando defienden a la naturaleza por ella misma (incondicionalmente), podrían ser tomados como auténticas expresiones del ser-para-otros.

La falta de empatía y la sobrevaloración de lo repetible (abstraible, generalizable), impiden descubrir lo singular y, muy particularmente, la projimidad. La estrechez cultural, la indisciplina, la ausencia de ideales y de sensibilidad ética, nublan el acceso a los valores, el descubrimiento de lo bueno compartible, y de los modos apropiados de compartir.
Signos precoces del congelamiento en el ser-para-sí y en el ser-con-otros, pueden ser considerados la pasividad, la dependencia crónica, la existencia rutinaria (monotonía perceptual, la extinción de las propias capacidades de iniciativa y decisión), la incapacidad de compromiso y el proceso decadente que lleva al ser-contra-sí de la autodestrucción y al ser-sin-otros del solipsismo recalcitrante con el que, además, la drogadicción culmina.
Todo ocurre como si, en último término, se presentara la opción de arrellanarse en la cuasi animalidad del congelamiento (en el ser-para-sí y en el ser-con-otros), o de empeñarse en el logro de una real espiritualidad, en la que la angustia cotidiana (la gravosidad de la existencia) se trocara en plenitud: una forma de ser personal capaz de superar el peso y las constricciones del tiempo y del espacio. La opción existencial básica se da, así, entre una resignación (o estancamiento) y un empeño, que es búsqueda de lo mejor (y no del tener más).

El ser-para-sí implica –relativamente- una pequeña diferencia con el arrollamiento primigenio. El ser-con-otros constituye un principio de apertura, pero –todavía- sin desprenderse de la temática autoconstructora, en la cual es posible, entonces, quedar fijado.
El desarrollo franco, avanza hacia la plenitud siempre constructiva del ser-para-otros (amoroso), con su apertura sin reticencias a lo valioso.


Ser-para-otro

A riesgo de ser reiterativos, retomemos los primeros estadios del desarrollo personal para contrastar, con matices más precisos y claros, la realidad posible en el tercer estadio.

En el ser-para-sí, el sujeto, respondiendo a impulsos naturales, procura asegurar sus posibilidades de supervivencia, y sus metas –comunes a la mayoría de los sujetos- resultan perfectamente anticipables: pertenecen a la sabiduría ancestral de abuelas y madres (hoy enriquecida con los importantes retoques que la Psicología va aportando).
En el estadio del ser-con-otros, ante la evidencia de que no está solo, el sujeto intenta reivindicar su derecho a la convivencia, su derecho a la inclusión social. Sus metas concretas sólo probabilísticamente pueden ser conocidas, porque el sujeto mismo suele no tener total conciencia de ellas, desde que muchas de esas metas responden a motivaciones inconscientes.
A partir de un proceso existencial "guiado" por las leyes casi exactas de la biología, el sujeto se afirma como ser social, tratando de guiarse por sí mismo –ya en el segundo momento- para la consecución, generalmente ardua, de lo que antes le era dado.
Se va incorporando la idea de “valor” como referencia para la propia decisión. Y, ya insinuándose en el tercer estadio, el sujeto puede llegar a descubrir que el otro, además de simpáticas coincidencias y diferencias aceptables, tiene un fondo de misterio: una inagotabilidad y, por consiguiente, resulta imprevisible en sus posibilidades, incluso cuando en el presente muestre limitaciones y signos de menesterosidad. Son esos rasgos, precisamente, los que definen de manera patente, su carácter de prójimo y, en la dedicación amorosa, descalifican toda insinuación manipuladora.
La visión primitiva de que todo es lucha, de que sólo se gana o se pierde, de que las personas se clasifican en "superiores" e "inferiores", encuentra una primera contradicción en la posibilidad de negociar: desprenderse de algo, para obtener otra cosa presuntamente equivalente. La violencia puede ser reemplazada por el diálogo
Y, en el juego y la amistad, el hombre descubre que también la gratuidad (la incondicionalidad) -a la que ahora puede comprender, y no sólo aprovechar- está ahí, por doquier. Los valores superiores, que no son coercitivos como los biológicos, ni compulsivos como pueden ser los utilitarios, sino que apelan a la libre decisión, le muestran que la plenitud reside más en el desborde generoso que en la estrategia astuta.

Destaquemos, entonces, tres hechos particularmente relevantes para el desarrollo personal que pueden darse en el ser-con-otros: una notable ampliación del campo de valores aprehensibles, un afinamiento de la sensibilidad que permite intuir en el otro el carácter de prójimo y, en tercer lugar, el vislumbre de que, por encima de la meritoria justicia retributiva del negocio hay, todavía, algo más.
Esos hechos resultan decisivos para el acceso al tercer estadio. Éste se insinúa y afirma toda vez que los dos primeros hechos desembocan en el don incondicional.
Tres preguntas de respuesta inmediata se plantean, entonces: “¿qué dar?”, “¿a quién dar?” y “¿cómo dar?”


¿QUÉ DAR?
Los valores mueven a la persona

Cuando el individuo tiene clara conciencia de adónde va, le aparecen posibilidades de opción -con márgenes diversos de libertad y riesgo-, pues le corresponde a él decidir qué buscar.
Los valores señalan al hombre el destino de su acción, confieren sentido a todos sus movimientos. Y lo hacen con distintos grados de inmediatez, con lo cual, hasta la vida (como un todo) puede considerarse dotada de sentido.
A los valores biológicos predominantes en el ser-para-sí, se fueron agregando –en forma paulatina- los valores utilitarios: encarnados en todo aquello que puede servir para algo y que, por tanto, conviene guardar para el momento oportuno. Pero todo lo atesorable, al llegar al ser-con-otros, puede convertirse en objeto de disputa.
En el ser-con-otros, el sujeto transforma sus impulsos en iniciativas, y procura hacerse dueño de sí, superando dependencias infantiles y descubriendo ámbitos de valores que trascienden a lo biológico y a lo utilitario: son los ámbitos de los valores superiores; valores que, en último término, confieren su sentido específico a la existencia humana. En tanto la búsqueda del tener más se refiere a los valores biológicos y utilitarios, la búsqueda de lo mejor remite –finalmente- a los valores superiores: la belleza, la verdad (como certeza acerca de la realidad), la bondad o maldad del mismísimo comportamiento humano, la salvación (como posibilidad de superar la inexorabilidad de la muerte)[25].
Respecto de los valores superiores, se abren -al hombre y sólo a él- las posibilidades de aprehenderlos en la realidad ya existente y, además, encarnarlos en nuevos bienes, con los que se le hace posible ampliar y enriquecer el acervo comunitario.
Al extenderse el cuadro de los valores al que el hombre es sensible, aumenta su visión del abanico de necesidades humanas posibles: por cuanto los valores –precisamente- califican a los satisfactores de esas necesidades (bienes).
Los bienes (o portadores de valor positivo), tanto pueden ser objetos materiales, como procesos; pueden ser reiteraciones o copias de otros anteriormente observados; pueden ser preponderante o enteramente nuevos, antes inexistentes. Con éstos, el individuo manifiesta su capacidad de crear, su posibilidad de generar algo nuevo para sí y para la comunidad en la que vive. Las creaciones humanas son síntesis de existencias previas: algunas no creadas por el hombre, y otras, sí.

El hueco que el hombre se va haciendo en la naturaleza mediante lo que él construye, es la cultura. Ella abre momentos para la no exigencia, espacios para el vivir holgado (sin angustias ni sobresaltos).
Sin ir más lejos, las urgencias prehistóricas por comer y por evitar ser comido, encuentran en la inventiva humana algunos márgenes de moderación. Pero, también, la facilitación de medios para la provisión de agua y de energía, los límites al flagelo de las enfermedades, la posibilidad de traslado y de comunicación a través del tiempo y del espacio.
Con estas y otras muchas conquistas, la vida comunitaria va entrando en carriles de mayor seguridad, y ir liberando a las personas para ubicar su existencia en niveles más alto valor: acceso a una mayor actitud vital, a planos de coexistencia donde la libertad individual no encuentra restricciones externas, donde la iniciativa y la decisión, el compromiso y la responsabilidad, están llamados a abrir más y más el campo de posibilidades para la creatividad que se brinda.


¿A QUIÉN DAR?
La projimidad inspira

Madurez neurológica y educación recibida, además, permiten al sujeto postergar la perentoriedad de sus exigencias personales. Y con este apaciguamiento de sí, se le hace posible percibir nuevos y nuevos matices, nuevos aspectos y componentes del medio en el que vive; reconocer más y más valores y, particularmente, intuir la projimidad: comprender al otro en profundidad.
Empatía es la cualidad que permite percibir sentimientos y estados de ánimo y, por tanto, un acceso a cómo ven los otros las cosas, qué es lo que en cada caso los afecta, cuáles son sus debilidades y limitaciones, sus necesidades particulares y concretas de cada momento.
El ser-con-otros se da como sucesión y yuxtaposición de tres momentos o facetas: lucha, negocio y ocio compartido. La vivencia de rivalidad que predomina en la lucha, es reemplazada poco a poco, por la moderación de los impulsos que hace posible el diálogo, el acuerdo, el intercambio (trueque de bienes). En el negocio, el hombre va acreciendo su conocimiento del otro: va descubriendo sus coincidencias con él, algo que la lucha impedía.
Pero, todavía, las no-coincidencias (diferencias, singularidades) pueden seguir planteando obstáculos y despertando rivalidades, aunque en otros planos, distintos del que correspondió a las rivalidades iniciales. No obstante el negocio sugiere una nueva realidad relacional: esboza las primeras líneas de lo que habrá de ser la complementariedad.
En el ocio compartido, además de percibirse las coincidencias, hay una aceptación de las diferencias, de la singularidad del otro. Y esto es, de por sí, un requisito inexcusable para la comprensión de que las diferencias personales pueden conducir al enriquecimiento mutuo mediante la complementación, en la que cada uno gana con lo que entre ambos construyen.

Junto a la paradoja -de que la coincidencia, lo compartido, es el hecho de ser distintos- los hombres nos encontramos con que nuestras diferencias son articulables, y la armonización de las diversidades hace posible la realización, la construcción de la cultura. Por esta vía de la armonización interpersonal, incluso -en el orden natural-, se engendra el hombre mismo.
Diversificación y encuentro: esas parecen ser las consignas tras las que todos estamos. Pero el acto de seguir esas consignas se nos presenta como opción, como empresa a la que cada uno puede aplicarse con un dinamismo y una fuerza que dependen de sí.
El hombre es libre, incluso, de dejar de ser hombre: para optar por la animalidad y, aun, por la autodestrucción. Si bien está en la vida por determinación ajena, la perseverancia, su avance en humanidad, se relaciona con su realización libre de los valores: particularmente en su relación con el otro (valores morales).
A diferencia de su arribo al ser, que está dado, el carácter de humano aparece como misión, como compromiso existencial. Forma y medida en que cada uno asume este compromiso, refirman la diversidad, la singularidad de cada persona.


¿CÓMO DAR?
El don, acto paradigmático del ser-para-otros

Quien crea, experimenta -aunque más no fuere por un momento-, la posibilidad de liberarse de sí y de su propia problemática, de superar sus preocupaciones habituales (vivencia de alegría).
La aprehensión de los valores y una clara intuición de la projimidad confieren un sentido muy especial al quehacer que culmina como don.
El don es, en primer término, la cesión incondicional de los bienes propios: un renunciamiento que ayuda al otro a superar una crisis, a ascender a un estado de mayor bienestar.
En este desprendimiento gratuito -sin espera de retribución alguna-, el sujeto no pierde lo que entrega, sino que “gana”: experimenta una plenitud que no se daba cuando se retenía lo cedido.
La palabra "abnegación" queda aquí un poco desfasada, porque al dar de sí, el sujeto no se está negando, sino afirmando: y –a diferencia de lo que ocurría en los dos primeros estadios- ahora lo hace, sin ponerse en el foco de su acción. "Olvido de sí" podría ser aceptable si se toma en sentido metafórico, por cuanto en el don gratuito no se juega una cuestión de memoria o no memoria.
Así como el concepto-de-sí juega un papel central y omnipresente en el estadio del ser-con-otro, el estadio del ser-para-otros se caracteriza por la extinción paulatina de la temática asociada al concepto-de-sí: las reivindicaciones del sujeto, sus problemas, las dudas profundas en su relación con los otros (celos, envidia, competitividad, autodescalificaciones), sus derechos, su metas, sus posesiones, su status social, su estabilidad, su simpatía, su poder de seducción... y así siguiendo.

Con el don, el sujeto deja en suspenso sus propias necesidades y centra su atención en las necesidades del otro. Más allá de ser-con-el otro, se manifiesta, por fin, como ser-para-otro, supeditado al otro por propia decisión. Esta posibilidad de auténtica adultez define con toda propiedad a la paternidad y a la maternidad, en escala familiar, y al rol gobernante, en escala social. Y descalifica al paternalismo histriónico, falaz y abusador que con frecuencia se observa en quienes nos aventuramos a cumplir esas funciones sin adecuado desarrollo[26].

A partir de una receptividad que hace posible aprehender los valores y captar el carácter de prójimo, y merced –además- a una lograda capacidad de postergar las propias urgencias, se patentiza, como novedad en la existencia personal, la donación (gratuita) que no va en detrimento de nadie, y enriquece tanto al que recibe como al que da. Se ve claro a quién dar y qué darle, y se pasa efectivamente a la acción constructiva.
Cuando alcanzamos el estadio del ser-para-otros, no sólo dejamos de ser una carga para quienes nos rodean, sino que, a la inversa, podemos asumir –con toda naturalidad y gozo- el compromiso de sostener a otros: con bienes materiales, con ideas y con nuestro tiempo.
Sea como fuere, entonces, contribuir deliberadamente al bienestar del otro es expresión de madurez personal. Así como en el orden familiar la madurez personal permite establecer una armonía, proveer el afecto y los medios materiales para la subsistencia de los hijos y asegurarles la estabilidad exterior que necesitan para formarse equilibradamente, en el entramado social, el individuo personalmente desarrollado, es quien ayuda a estrechar vínculos comunitarios, facilita la intercomunicación, señala rumbos comunes, concilia iniciativas, sostiene y ayuda a configurar ambientes que permiten a los otros realizarse (crecer) como personas.

En el estadio del ser-para-otros, el sujeto no tiene nada que reivindicar y, sí en cambio, un fuerte compromiso con la conservación y el perfeccionamiento de su entorno. En esto último, el desafío se dirige, con mucha frecuencia, a la creatividad: a la percepción de lo que los otros no ven, y a la realización de cosas para las cuales –hasta el momento- no existen modelos.

Por cierto: de gestos primorosos (entregas gratuitas) está lleno cualquier trabajo realmente vocacional. Los siguientes, son sólo algunos casos.
Los esposos que -a pesar de los modelos demagógicos y complacientes que ofrecen la publicidad comercial y los espectáculos que, por razones mercantiles intentan atraer multitudes- saben perseverar en la defensa y real mejoramiento de la vida familiar, adoptando una actitud verdaderamente adulta frente a las dificultades (que, si bien se mira son, en gran medida, consecuencias de sus propias decisiones).
Muchos progenitores que adaptan su vida a los requerimientos del hijo: atienden de manera regular a sus necesidades básicas, y se ingenian amorosamente para transformar su casa en hogar: siempre acogedor, alentador, orientador respetuoso, diligente en la ayuda al hijo para que alcance también un efectivo desarrollo como persona.
El desempeño docente creativo -que trata de distinguir a cada alumno para adecuar sus desempeño a lo que éste necesita- es un gesto indubitable de ser-para-otro: porque el educador, en ese momento, habiendo descubierto que hay algo mejor que lo habitual para ayudar al aprendiz, lo hace sin tener en cuenta cuál es el pago que habrá de recibir por ello. Está brindando algo que él considera óptimo (no lo rutinario, aunque le sea confortable), a alguien a quien reconoce dignidad personal: lo atiende con el mayor esmero posible, a pesar de toda la carga de problemas propios con la que él –el docente- pudo haber salido de su casa.
En la síntesis de lo general estudiado y lo concreto presente, hay un aporte creativo. Y todo lo creativo tiene, siempre, algún componente de don gratuito: por de pronto, el tomar iniciativa, el atreverse a hacer algo bueno que hasta ahora no se hizo y, por tanto, nadie tiene la ocurrencia de pedir.
Esto hace el médico, cuando –no limitándose a aplicar rutinas- procura adentrarse en el problema de salud que le trae cada uno de sus pacientes, atendiendo intensamente a lo idiosincrásico y buscando -dentro de su saber siempre creciente- la solución más adecuada a cada caso concreto. Con frecuencia su propio cansancio y estado de salud son dejados de lado para dedicarse a su misión profesional. Lo hace con la profunda convicción de que en ella no basta conocer las cosas bien, sino que se impone "proceder de la mejor manera posible"[27].
También lo hace el religioso (misionero, sacerdote, pastor, etc.) que no sólo se desprende de sus bienes y aspiraciones personales, sino también de su tiempo para hacer partícipe a los otros de la promesa de vida eterna que a él, según su honesta y firme convicción, le fue concedida.
Y el político auténtico, que aporta sus conocimientos acerca de la realidad comunitaria, su equilibrio emocional, su prudencia y su habilidad concertadora de voluntades ciudadanas, sin buscar satisfacción a sus ansias de poder, sin dar prioridad a sus propias necesidades o conveniencias por sobre los intereses compartidos.

En todos los casos, a partir de la vivencia de projimidad, la percepción de una jerarquía de valores, y la búsqueda de excelencia, se procede con los ojos exclusivamente puestos en el bien del otro, y no en sí mismo (don gratuito, incondicional).
Más allá de la entrega de bienes poseídos y de tiempo disponible, la donación gratuita puede llegar hasta el heroísmo: el don de la propia vida. Aunque proporcionalmente mínimos, la historia de la humanidad ofrece muchos ejemplos.

El individuo humano y la realidad toda, se construyen a instancias de la incondicionalidad propia del ser-para-otro. En la naturaleza, los desniveles tienden a nivelarse en sus medias, todo lo organizado y la energía tienden a degradarse (segundo principio de la termodinámica). El ser-para-otros incondicional, con su capacidad de cuidar y conservar e, incluso, de crear (de generar lo que, ni como idea, es hasta ahora existente), va construyendo a pesar de los límites y los obstáculos, y como siguiendo, entonces, una dirección contraria a la de los fenómenos naturales, porque se caracteriza por una búsqueda constante, que no sólo se orienta a la conservación y construcción de lo bueno, sino que –sin sosiego- procura la realización de lo mejor.
Si la vida -en general- es, de por sí, un fenómeno contra gradiente, no puede extrañar que se encuentre sobrenaturalidad en cuanto atañe a la vida del espíritu, porque ella está aún mucho más alejada de los procesos naturales preorgánicos.


B) Educación y recuperación de la receptividad

Tras muchos años de verbalismo docente, en las últimas décadas hemos visto levantarse justas reclamaciones de mayor atención al efectivo trabajo discente. Los nuevos requerimientos del campo laboral y los intereses económicos correspondientes, con sus necesidades de capacitación para el trabajo, se mueven también en esa dirección que reclama la participación activa del alumno. La exigencia es justa: porque el sentido práctico y las habilidades –como las actitudes y las costumbres- han venido adoleciendo, en nuestro medio, particularmente, de olímpica desatención escolar. Y las consecuencias –palpables- son, comunitariamente, funestas.
Pero a esta altura de la historia, hoy, no podemos quedarnos -como en el juego del martín pescador- con la ingenuidad de sólo dos opciones: verbalismo o trabajo. Porque con este binomio apenas se soslaya la realidad de lo que el educando necesita.
El "verbalismo" es pasividad, una forma sesgada -¿tramposa?- del ser activo. Y "trabajo" es -por definición- actividad.
Lo que corresponde, a nuestro juicio, es no plantear la cosa como opción, sino como conjunción: desarrollo de las capacidades (actividades muscular y mental) y -también- recuperación de la aptitud receptiva[28].

En la segunda mitad del siglo pasado, Paul Moor cuestiona al activismo, cuando afirma “que el niño no se pierda en el "trabajo maduro y creador" (como se dice sobrevalorándolo peligrosamente) y fomentemos el silencio, la meditación, la tranquilidad, todo lo que pueda servir al cultivo de la afectividad.” Y, reconoce que “en este cultivo de la afectividad nosotros no "hacemos" nada, no efectuamos nada”, que “sólo podemos ofrecer ocasiones y esperar.”[29]
Cuando dice "trabajo maduro y creador", lo hace en sentido irónico, parafraseando las declaraciones huecas y grandilocuentes de quienes denuncian al verbalismo y descalifican alegremente a lo teórico, sin clara noción de lo que “teoría” significa.

Si se considera la evolución personal a partir del nacimiento, puede advertirse que la receptividad individual, librada al transcurso natural de los acontecimientos sociales, lejos de tender a un crecimiento –como finalmente podría reconocerse en la actividad-, suele experimentar un proceso de reducción paulatina: desde la atenencia total a las aportaciones del entorno en la vida intrauterina, a partir del nacimiento -al menos- el sujeto va aprendiendo a filtrar lo que le llega, va aprendiendo no sólo a transformar lo que está a su alrededor, sino también -como en los proceso de asimilación de nutrientes- va a modificar cuanto internaliza al percibir, y lo hará en cuanto pueda construir la representación imaginativa de las circunstancias que le toca vivir.
La sociedad –por su parte- lo va dotando de un lenguaje, le va transmitiendo conceptos ya descubiertos, lo va imbuyendo de estructuras conceptuales que le permiten anticiparse a los hechos –con gran probabilidad de acierto- y "conocer" más de lo que el contacto directo con la realidad podría permitirle en tiempos mínimos. Y esto tiene sus ventajas.

Escuchar un cascabeleo entre la vegetación del suelo -por ejemplo-, puede permitirle ponerse en fuga o protegerse, aun antes de ver todo el cuerpo del reptil que produjo ese ruido.
Encontrar a alguien con algunos rasgos físicos que le asemejan a otra persona conocida, puede inducirnos a confiar o a desconfiar del nuevo personaje, en función de cómo nos haya ido con el "conocido" anterior.

Pero imaginación y afán anticipatorio pueden jugarnos malas pasadas a la hora de captar los hechos: particularmente si en ellos intervienen personas.
La escuela -la sociedad a través de ella- nos enseña qué es un "acantilado" o una "morena glaciar", o el "ácido nítrico", aun antes de que nos hayamos puesto en contacto con ellos, en la esperanza de que cuando los enfrentemos, los identifiquemos y podamos agregar a lo que estemos percibiendo, las características que a su respecto nos fueran enseñadas. Pero esto exige interpretación (aplicación de lo aprendido), que es una actividad poco practicada en las aulas donde se promueve el memorismo.
Así, “de memoria”, solemos incorporar a nuestra imagen del mundo, los "conceptos" (preconceptos) y los "juicios" (prejuicios) de quienes –descontamos- nos quieren bien, de quienes nos fueron inculcando su propia cosmovisión, en su generosidad por dotarnos para la vida. Nótese que las ciencias, sin ir más lejos, son instituciones creadas a ese efecto. El verbalismo, si bien se mira, no es más que una deformación -por comodidad docente- de esa buena intención informadora.

A esas simplificaciones implantadas con la enseñanza, se suman nuestros genuinos miedos, fantasías, etc. Éstos nos llevan a ver las cosas de manera subjetiva y no estrictamente como son.
Lo que percibimos, entonces, no es estrictamente lo que está allí -frente nosotros-, sino en parte: y una parte que puede llegar a ser verdaderamente mínima. De hecho, en las distorsiones, ocultamientos e inserciones fantasiosas, nos cerramos a la realidad: nuestra receptividad se va ocluyendo, va debilitándose. Y nuestra capacidad de intuir es desplazada por la tendencia a asociar o, en el más elogiado y aceptable de los casos, a razonar.
Se genera, así, una rigidificación, una esclerosis de lo imaginario, en un nivel superior al de la percepción misma (verdadera fijación metaperceptual).
De la misma manera que la acción educativa profesional debe atender al desarrollo de la persona, (estimular una ampliación paulatina para el destino de la acción del sujeto), esa presencia docente, en cuanto a la receptividad, debe asumir un compromiso: un compromiso que no es de acción directa, sino de abstención pedagógica. Este compromiso es el de proteger la receptividad todavía subsistente en quien se educa. Y, de ser posible, facilitar la flexibilización, la restauración o recuperación de la receptividad primigenia. Saber ver, saber escuchar e, incluso, saber escucharse. Este último saber (inspiración), está relacionado –por cierto- al comportamiento creativo[30].

La receptividad es apertura al entorno en su mismidad, sin las interferencias que la criba personal puede introducir. Esta receptividad es clave para la captación estética, para la experiencia mística y para la aprehensión teorética (para el descubrimiento de la realidad con auténtica objetividad).
El hombre debe aplicar (actividad) lo que aprendió, pero también debe saber teorizar (actividad). Y toda teoría se origina en una intuición (receptividad).
El ser receptivo no es exposición ingenua: no niega la posibilidad de una actitud crítica en la materia y en el momento oportuno. No se come “cualquier cosa”, pero -si- se absorbe, se incorpora, lo que el organismo requiere.
Adviértase que, tal como señalan los activistas pedagógicos, la escuela está en déficit en cuanto al desarrollo de habilidades, de costumbres y de actitudes. Pero, también, -y tal vez en forma más inimaginada- es deficitaria en lo que hace a recuperación de la receptividad.

Este tema exige, sin duda, mayor profundización.
[1] El concepto de “plenitud” adquiere significado muy claro para quien tuvo vivencias de “angustia”.
[2] Ver DELGADO, L. C. H. y G. V. GARCÍA: “La etapa nasal”. Buenos Aires, Galerna, 1992.
[3] ADLER, Alfred: “La psicología del individuo”. Buenos Aires, Paidós, 1958. Pág. 32.
[4] Por esta actitud ante los desafíos del entorno, pasa -precisamente- el "concepto-de-sí" en su proceso de consolidación.
[5] Adviértase que "puntos de coincidencia" convalidan la lengua y, aun, a toda posibilidad de comunicación.
[6] Ortega y Gasset, en "El hombre y la gente", hace algunas reflexiones sobre el "dar la mano", como saludo universal: extendida y abierta ante el otro -aun extranjero, que no habla mi idioma-, le dice que puede confiar en mí, que no vengo en tren de ataque.
[7] Ver O. Rank: “El trauma del nacimiento”.
[8] Leyes de la selva, del mercado, pautas maquiavélicas de gobierno, normas diplomáticas y de etiqueta y, aun, los reglamentos de juegos y deportes, entran en esta categoría.
[9] Con murallas, fosos y prejuicios condenatorios implacables (discriminación social).
[10] MOOR, Paul: “El juego en la educación”. Barcelona, Herder, 1972. Pág. 109.
[11] En segundas instancias, puede aparecer la intención utilitaria de conferir a lo científico, a lo artístico, a lo ético o místico, el carácter de “cosa aprovechable”, medio para algo práctico (comerciable).
[12] ORTEGA Y GASSET, José: “Meditación de la técnica”. Madrid, Revista de Occidente, 1964. Pág 70.
[13] LOPEZ QUINTAS, Alfonso: “Estética de la creatividad”. Barcelona, Prom. Public. Universitarias, 1987. Pág.68.
[14] MARITAIN, Jacques: “Lecciones fundamentales de la Filosofía Moral”. Buenos Aires, Club de Lectores, 1965. Pág. 61.
[15] MARIAS, Julián: “La estructura social”. Madrid, Alianza, 1993. Pág. 338.
[16] Y esto puede explicar muchos de los casos de celos que las nueras con bajo concepto-de-sí, tienen por sus suegras.
[17] MARIAS, Julián: “La educación sentimental”. Madrid, Alianza, 1992. Pág. 130.
[18] PASINI, Willy: “Intimidad”. Buenos Aires, Paidós, 1992. Pág. 147.
[19] MARIAS, Julián: “Antropología metafísica”. Madrid, Alianza, 1987. Pág. 167.
[20] Y esto no niega la existencia de límites que pueden ser forzosos: la violencia física, la agresividad destructora y la infidelidad, atentan muy seriamente –sin duda- las posibilidades de convivencia matrimonial.
[21] Cuando la asistencia al otro no es gratuita sino que obedece e intereses negociadores, a la entrega de bienes podrá llamársele "colaboración". Quien presta ayuda por conveniencia a sus propios intereses, puede ser sensato pero no es solidario.
[22] MARIAS, Julián: “La educación sentimental”. Madrid, Alianza, 1992. Pág.276.
[23] Préstese atención a los casos de vocación monárquica que día a día, acá y allá, saltan en las pretendidas “filas de la democracia”.
[24] Profesionales presuntamente calificados, que deciden ajustar su rendimiento a “sólo lo que se les paga”.
[25] O, mejor: la bondad de Dios como sumo bien.
[26] Interprétese "desarrollo" con sentido dinámico, y no con alcance sentencioso, clasificador.
[27] Esto no lo conoce quien vive abrumado por sus necesidades, o alguien cuya fuerza vocacional es menos intensa que la carga de sus preocupaciones personales.
[28] La inactividad del ser pasivo no puede confundirse con la inactividad del ser receptivo.
[29] MOOR, Paul: “El juego en la educación”. Barcelona, Herder, 1972. Pág. 54.

[30] Es muy probable que quienes, desde el activismo, hablan de “trabajo creativo”, no quieran decir otra cosa que “trabajo productivo o eficaz”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡y aguante Pavarotti! jejejeje!!