domingo, 9 de septiembre de 2007

CONCEPTOS CLAVES PARA LA COMPRENSIÓN DEL PAPEL EDUCADOR

Aprendizaje, formación, educación

Cada individuo vive la circunstancia en la que está, desde una óptica eminentemente personal, propia, singular. A la imagen que él forma de su entorno -sobre la base de sus aptitudes perceptivas actuales y del cuadro de sus conocimientos previos, sus deseos, miedos y expectativas, sus prejuicios y conclusiones racionales- la llamamos "situación".
Si con "circunstancia" designamos al conjunto de hechos objetivamente inventariables en la descripción de un determinado aquí-y-ahora, "situación" designa la versión subjetiva que cada individuo puede hacer de ese hecho.

Una misma circunstancia es vivida por distintos sujetos, por lo menos, de maneras tan diversas como diversos son sus cuadros de cualidades personales iniciales.
Ante la situación que el sujeto percibe, le cabe –por lo menos- un comportamiento: vive una experiencia que puede ser predominantemente receptiva o predominantemente activa. Y, dentro de las experiencias activas, puede tratarse de una mera respuesta a lo que la situación parece exigirle, o una realización por iniciativa propia, conforme a sus proyectos personales y a las posibilidades que él vislumbra.



Del encuentro que se produce entre situación y comportamiento, más allá de los productos tangibles de esa realización y del ser afectado momentáneo (cansancio, gusto o disgusto, etc.), queda en el individuo una impronta: una cualidad personal estable que contribuirá a definir su personal forma-de-ser.
Califican al sujeto, sus conocimientos, sus habilidades, sus hábitos (costumbres) y sus actitudes. Estas clases de cualidades personales son susceptibles de cambios, en función de las experiencias que vive el sujeto. Cada uno de estos cambios de cualidades es un "aprendizaje".
"Aprendizaje" (el aprender), como proceso que lleva a una nueva cualidad. Y "aprendizaje" (lo aprendido), como resultado de ese proceso.
La convivencia familiar coloca al niño en un sinfín de circunstancias, que son vividas por él, como sucesión de situaciones. Cada situación, insistimos, es circunstancia captada a través de una óptica subjetiva, en la que inciden los estados previos de salud, de cansancio, de ánimo, etc. etc.: con lo cual, esas situaciones pueden ser -para el sujeto- dramáticas, trágicas, cómicas, lúdicas, comprometedoras... algunas situaciones se presentan como estímulo a la acción; otras, simplemente, como develación de la realidad. Pero, en ambos casos, el sujeto vive una experiencia que deja rastros, y todas sus vivencias y desempeños culminan, así, como aprendizajes: como cualidades completamente nuevas, o cualidades anteriores reforzadas o debilitadas.
Tal como están planteadas aquí las cosas, puede afirmarse que "el hombre siempre aprende", y que, en el aprender, se va formando, va alcanzando su singular manera de ser. Adviértase que la "formación", tanto puede consistir en el logro de cualidades deseables, como en la adquisición de cualidades indeseables. Las experiencias (comportamientos en situación), llevan tanto a aprender virtudes, como a adquirir vicios y caracteropatías.
La convivencia escolar (tiempo previo a la iniciación de las clases, el tiempo de clase, los recreos, las idas y venidas por los distintos ambientes de la escuela, el lapso previo a la salida, la salida misma...) pone al niño o al joven en contactos con docentes, con directivos, con auxiliares y -de mucho peso- con compañeros de la misma o de distinta edad. Un amplio abanico de circunstancias: distintas o similares, gratas o ingratas, pedagógicamente útiles o inútiles, planificadas o espontáneas, previsibles o imprevisibles.
A esas circunstancias, el sujeto, desde su perspectiva personal, les confiere ribetes de singularidad y las internaliza -como experiencias de importancias y pesos diversos- en la cualificación de su forma-de-ser: conoce las capitales de América, la superficie del círculo, pero también, cómo es la nueva portera, cómo son los niños de otros grados, dónde se puede jugar al fútbol y dónde no. Adquiere habilidad para calcular volúmenes, habilidad para redactar, habilidad para hacer investigaciones, pero también, habilidad para copiarse, para ausentarse del aula sin ser descubierto por la maestra. Aprende hábitos de asistencia y puntualidad, se afirma en el hábito de vivir a expensas de otras personas o en el de valerse por sí mismo para resolver las situaciones problemáticas. Junto al patriotismo y al gusto por la pintura o por la música, puede adquirir el fastidio por la lectura, la competitividad respecto de sus compañeros, o el resentimiento marcado respecto de alguno en particular.

La tarea específica del docente es educativa: está orientada a la configuración de circunstancias que ayudan a los niños en la adquisición de cualidades positivas. Pero no todo lo que el docente aporta a las circunstancias escolares de sus alumnos es "maravilloso": y esta aseveración se confirma –de una forma u otra- en la diversidad de situaciones que, de maneras distintas, viven los distintos niños.

Algunas circunstancias en la casa y -se supone, entonces- muchas en la escuela, están orientadas a "enseñar": a facilitar el aprendizaje de cualidades socialmente tenidas por valiosas. En estos casos, la formación que se promueve es intencional (no incidental). Para estos procesos formativos se reserva el nombre particular de "educación". Los padres y los educadores profesionales procuran educar: los primeros, a veces; los segundos, siempre.

Los progenitores educan de manera no regular, ni sistemática. Los docentes confieren a su acción regularidad y sistematicidad, y tratan de implicar al mayor número posible de alumnos en las circunstancias que plantean.
En esto consiste, específicamente, el arte del maestro: en crear circunstancias que comprometan al alumno -a cada alumno- en experiencias que dejen el saldo de aprendizajes valiosos.


Algo más sobre cualidad personal

Toda actividad humana parte de uno o más conocimientos: de la realidad en primer término; luego, sobre la base de la experiencia ganada, también el conocimiento de las pautas de realización más apropiadas y de las disposiciones que permiten aplicar esas normas que se logró conocer. Toda habilidad se funda -necesariamente- en conocimientos. Sobre habilidades -grandes y pequeñas- se basan las costumbres o hábitos. Y, yendo más a fondo, el hombre se moviliza lúcidamente sólo en función de lo que conoce. Sus conocimientos le deparan deseos, metas, ideales, en los que inexcusablemente hay implícitas valoraciones. En el acto empírico de conocer, difícilmente se abstenga de asignar valores a lo captado. Toda actitud parte de una valoración.

El conocer, entonces, está en la base de todas las cualidades personales específicamente humanas. No es de extrañar que durante siglos los conocimientos polarizaran la atención de quienes intentaban educar. Pero se sabe muy bien que las condiciones necesarias no son condiciones suficientes, y que el aprendizaje de una habilidad -como el de un hábito y el de una actitud- no siguen las líneas pedagógicas que corresponden a la adquisición de los conocimientos: conocer las teclas de una computadora no es saber (tener habilidad para) computación, conocer un código moral no garantiza habitualidad de comportamiento ético, conocer las bondades de la vida en sociedad no es ser sociable...


La docencia: un arte de intervención y abstención

La profesionalidad de un educador se hace evidente, en la medida en que controla un número importante de las variables que prestan marco y materia a su desempeño específico.

"Circunstancia", "situación de cada alumno", "experiencia de cada alumno" y "aprendizaje de cada alumno" refieren cuatro ámbitos en los que el docente puede ubicar las variables propias de su acción.
De los cuatro, la "circunstancia” aparece como el más dúctil (el aula y sus condiciones, el tema o los temas a estudiar, las tareas que se proponen, los medios auxiliares, las técnicas y recursos didácticos, etc.). Poco es lo que puede hacer el docente en la disposición inicial desde la que cada alumno capta su "situación", más que tratar de no introducir factores perjudiciales (intimidación, maltrato, rutinariedad). La "experiencia de cada alumno" y el "aprendizaje de cada alumno" (lo que efectivamente aprende), por último, corresponden rotundamente al fuero subjetivo del aprendiz.
Una clara comprensión de estos cuatro ámbitos que coexisten en la vida del aula, permitirá precisar dónde la voluntad de educar puede aplicarse en plenitud, y dónde puede encontrar obstáculos que le son prácticamente insuperables.
Cualquier observador atento del fenómeno humano cae –seguramente- en la cuenta de que el misterio del ser –al que dedicara Gabriel Marcel uno de sus trabajos-, es una realidad contundente e insoslayable que se da, aun, en los niñitos del parvulario.

En un mundo en el que lo tecnológico parece tener la última palabra, una mayor apertura ante el abanico de metas pedagógicas como el que supone la educación integral, puede llevar a pensar que la salida educadora pasa por un hacer más y mejor: por un simple ampliar el campo de la intervención pedagógica. La investigación, el trabajo de campo y de taller, que promueven la participación activa y plena del alumno, y las técnicas grupales que hacen posible una sociabilización casi óptima, cuando son aplicadas idóneamente, cualifican en alto grado esa intervención pedagógica.
Pero una auténtica educación personalizada -que es mucho más que enseñanza individualizada-, obliga al docente a sopesar sus posibilidades de intervención, a medir la contundencia de sus insoslayables propios límites operativos (lo que él no puede hacer por las restricciones que le imponen sus aptitudes, cualesquiera sean). Y más: obliga al docente a ubicarse en actitud respetuosa frente a la realidad insondable del alumno, y a reconocer que su propia cooperación educadora, en un momento dado, podría convertirse en invasiva y destructora.

Hace algunos años, Paul Moore[1] señala que existen en el educando aspectos (cualidades personales) sobre los cuales la voluntad educadora no debe hacer ningún intento: no sólo porque esos aspectos de la personalidad son de difícil acceso (se resisten -incluso- al autoanálisis), sino porque se ven seriamente afectados cuando hay intentos de influirlos.
De manera tangencial, parece haberse referido Erich Fromm a este ámbito de la abstención pedagógica, cuando afirma: “La interferencia heterónoma en el proceso de desarrollo del niño y más tarde de la persona [adulta], es la raíz más profunda de la patología mental, en especial de la destructividad”[2].
Existen zonas del ser personal que son intangibles para la intervención docente. Y es preciso que el educador que procure abordar el desafío altamente cualificado de la formación integral no las pase por alto. Además de lo que no hacemos por incapacidad nuestra está, también, lo que no hacemos por delicadeza, por respeto a la persona del alumno.
Se trata, entonces, de precisar cuál es el espacio apropiado para la intervención pedagógica, y cuál el espacio que reclama del docente una prudente y terminante abstención educadora: cuándo hacer, cuándo dejar hacer al alumno y cuándo respetar -simplemente- su capacidad receptiva.
La intimidad, personal impone respeto: cualquier intento de incursión en ella, muy probablemente, resulta manipulación.


Actividad, pasividad y receptividad

La relación docente-discente se hace patente, por lo general, como un hacer del primero, que inspira y alienta otro hacer del segundo. No obstante, la realidad del aula revela que, en uno y en otro, el cuadro de posibilidades incluye tanto actividad como inactividad.
La actividad puede darse de manera manifiesta (movimientos corporales, productos materiales, desempeños observables), como en forma no-manifiesta (actividad mental). Esta última (percepción, fijación, asociación, inferencia, proyección, etc.), es condición sine qua non para la primera.
La inactividad puede darse como "evasión" (o "ausencia"), como "pasividad" y como "receptividad".
Por ser en gran medida procesos mentales los que se dinamizan durante la clase, "evasión" (o "ausencia"), expresa la posibilidad de que el vínculo entre educador y educando se encuentre realmente interrumpido: esto ocurre cuando alguno de los dos está mentalmente en "otro mundo", en "otra cosa". En la evasión o ausencia de los protagonistas, por supuesto, la relación educativa no ocurre.
Las otras dos posibilidades -pasividad y receptividad-, en cambio, se dan sin que, necesariamente, se rompa la vigencia del proceso de enseñanza-aprendizaje. Y cuando se trata de promover una educación personal e integral, es imprescindible que el docente sepa distinguir "pasividad" y "receptividad": porque ambas se refieren a realidades diversas y conducen a resultados también diversos.


Antes de precisar las diferencias sutiles -pero netas- que existen entre "pasividad" y "receptividad", consideremos algunos ejemplos de una y otra en el aula.

A) Se está estudiando el agua. El docente expone, didácticamente, cómo se produce la condensación del vapor. El alumno escucha [pasividad], relaciona lo que oye con sus conocimientos anteriores [actividad mental] y registra [actividad manifiesta] la explicación que da al profesor.
B) El docente -en el laboratorio- presenta los elementos requeridos por el trabajo, propone al alumno que interponga una superficie fría en el chorro de vapor y pide que observe, interprete [actividades mentales] y exponga [actividad manifiesta] qué está ocurriendo.
C) El alumno reconoce la analogía [actividad mental] de lo que está ocurriendo, con la condensación del vapor de la ducha en los vidrios y azulejos del baño, e infiere [actividad mental] que algo similar sucede con las nubes. Siente lo bueno que es descubrir la realidad por sí mismo: aunque fugazmente, vive una experiencia de plenitud [receptividad].

En el desempeño humano, las actividades manifiestas (posiciones y actitudes corporales, movimientos, expresiones de mensajes verbales y no-verbales) son emergente de una o más actividades previas, que tienen lugar en la interioridad del sujeto. Éstas son condiciones necesarias para aquéllas[3].
No todas las actividades que se encomiendan al alumno poseen el mismo peso pedagógico: "escribir al dictado" puede servir para desarrollar esa misma habilidad; "relacionar lo nuevo con los conocimientos anteriores" sirve para aumentar la capacidad de comprensión y el caudal de conocimientos disponibles; "inferir (obtener una conclusión)" puede afianzar la habilidad de razonar, puede aumentar la capacidad de comprensión y el caudal informativo del sujeto.

D) El profesor explica el contenido de la "Sinfonía pastoral", informa sobre la técnica del autor y las cualidades exigidas a los intérpretes instrumentales en los distintos pasajes. El alumno escucha al profesor [pasividad]. En segundo término se reproduce magnetofónicamente la "Sinfonía pastoral". El alumno escucha [pasividad] atentamente [actividad] la música y procura interpretar [actividad mental] lo que en ella se expresa. Un alumno de otro curso pasa frente a la aula y es captado por lo que oye: se detiene, queda conmovido por la belleza del pasaje que le llega [receptividad].
E) En un curso paralelo, el docente -sin prolegómenos- enciende el audio con la "Sinfonía pastoral". Algún alumno, preocupado [actividad mental] por lo que luego puede pedir el profesor, agudiza su atención [actividad mental] y trata de encontrar [actividad mental] qué puede haber de singular en eso que escucha. Otro alumno, que continuaba mentalmente con los temas del recreo reciente, interrumpe sus pensamientos y -extasiado- queda, por un momento, a merced de la música que escucha [receptividad] sin poner nada de sí (ni interpretaciones, ni deseos), sin ninguna inquietud por lo que pueda venir luego.

En la pasividad, el sujeto se abstiene de actuar y se atiene a lo que alguien hace por él o para él. El estar pasivo actualiza una dependencia: que tanto puede ser buscada, como rechazada. El sujeto condiciona lo que percibe y -de hecho- lo fuerza a pasar por su preconcepciones: da a "lo que ve", el "color del cristal" que él está, inexorablemente, interponiendo. De hecho, puede haber divergencias entre lo que el profesor o sujeto agente cree estar dando, y lo que el afectado cree estar recibiendo.
Esto sucede, especialmente, en el actuar práctico: donde algo -ya tenido en mente- se busca o espera. El estar pasivo supone, fundamentalmente, inactividad manifiesta: en lo mental, en cambio, el producto del aporte ajeno puede dar lugar a dudas, temores, adhesiones [actividad mental, entonces]. La pasividad es, así, una "inactividad" manifiesta, pero no exenta de actividad mental.
El observador pasivo, aun cuando no es él quien produce el objeto de atención, está haciendo un esfuerzo por aprehenderlo, está imponiendo una dirección a su atención y, según el caso, sosteniendo su ansiedad por ver terminado eso que otros le hacen. Quien observa[4] lo hace desde las expectativas (buenas o malas) que tiene respecto de lo observado. La pasividad, no es inactividad total.
El quehacer profesional docente se planifica y concreta con dirección técnica, a lo sumo, en los ámbitos de la actividad y de la pasividad del discente.

En la experiencia receptiva, el sujeto es sorprendido por la realidad entorno y, en función de la bondad que percibe en ese entorno, queda a su merced. En principio, si la sorpresa es no-grata, el sujeto se cierra y pasa a defenderse: de ninguna manera su disposición se convierte en receptiva.

Durante una experiencia receptiva, el sujeto es "captado" por lo que le llega, es sumido gratamente en la inactividad, pero no en la indiferencia (desde que es conmovido).
Ante aquello que intuyó como valioso, el individuo se abre, deja que lo enriquezca, que lo penetre y lo plenifique.
Es, por ejemplo, el caso de una melodía, de un paisaje de singular belleza, del sentido profundo que una poesía revela. Y es, también, la comprensión súbita de algo que hasta el momento se había mostrado oscuro, enigmático: el descubrimiento de una verdad (el “¡Eureka!” de Arquímedes).
Esto puede entenderse cabalmente si se tiene en cuenta que la pose habitual del hombre ante el mundo es -en principio- una pose defensiva: frente lo que le llega, el sujeto realiza un verdadero filtro, aunque más no fuere por asegurar la conservación del estatus y de la concepción del mundo ya alcanzados.

Mientras la actividad se dirige a la comprensión y a la transformación del entorno, la receptividad se refiere a la transformación que ocurre al sujeto mismo (efecto del entorno sobre el individuo).
El proceso mediante el cual comprendemos (razonar, asociar) es activo. También son activas la exploración, la búsqueda de información, la observación intencional. En todos ellos, la iniciativa corresponde al individuo, que se mueve a instancias de expectativas propias y aplica imágenes, conceptos y juicio ya poseídos. Por supuesto, es activo todo proceso mediante el cual se modifica intencionalmente la realidad circundante.
La receptividad se refiere a la posibilidad de ser afectado por el medio en torno. Concretamente: a la medida en que las cosas lo impresionan tal como son y valen.
Lo inusitado, lo sorpresivo, suele mostrarnos con claridad la sensibilidad del sujeto con prescindencia de todo esfuerzo (voluntario): en tanto falta prefiguración de lo que se espera, se hace patente un cierto grado de su ser receptivo.

El hombre mira y escucha con los ojos y oídos que tiene: ve y oye con ajuste a los límites que sus personales sentidos le imponen, y la imagen que construye se encuadra en la distorsión –grande o pequeña- que su singularidad personal le inflige. Por otra parte, su atención es, por fuerza, selectiva (no ve todo lo que hay entorno suyo). Y comprende sus circunstancias con arreglo a las categorías y prejuicios previamente poseídos.
Pero, además, puede “no ver” lo que no quiere ver, y puede distorsionar lo que la realidad le presenta, para ajustarlo a lo que le gustaría ver. La Alegoría de la caverna de Platón, los idola de Bacon y los freudianos mecanismos de defensa del YO, hacen patéticas referencias –precisamente- a esas posibilidades humanas de cerrarse a la realidad. Los comportamientos neuróticos y –también- los “juegos psicológicos” de Eric Berne implican, en alguna forma, percepciones distorsionadas, sesgos de la realidad.
La pasividad del sujeto puede afectar a sus bienes (se les puede robar, romper, dañar o arreglar), y puede –también- afectar al sujeto mismo (se lo puede lastimar, alimentar, curar). La pasividad se refiere a un voluntario (o por lo menos, consciente) dejar-hacer, a una tolerancia o asentimiento del sujeto para que se le haga algo o para que otros hagan algo que él podría hacer por sí mismo.
En el comportamiento pasivo hay, implícita o explícitamente, una decisión del sujeto; con lo cual, la pasividad hace siempre, de una u otra forma, referencia al ser activo (franco o por delegación).
La receptividad se refiere sólo a las modificaciones que ocurren en el sujeto (en sus sentimientos, en su visión de las cosas, en su confianza a los otros, etc.).


Lo que el educador debe hacer respecto de la receptividad del educando, es velar por que no se pierda, cuidar que no se contamine la aprehensión de eso bueno sorpresivo: el docente debe evitar las exasperaciones negativas que producen el miedo y el cálculo negociador, por ejemplo. Se trata de no introducir factores de inhibición (amenazas, castigos, movilizaciones de culpas) y de abstenerse de ofrecer premios o retribuciones[5]: porque la receptividad se esfuma ante toda posibilidad de intercambio deliberada, intencional, racional.
El patriotismo del alumno, por ejemplo, si bien interesa en gran medida al educador, no puede encuadrarse en los carriles del negocio: a riesgo de desvirtuarse –en este caso el "amor a la patria"- en parodias histriónicas superficiales y groseras.

La finura pedagógica que hoy puede pedirse al docente va más allá del hacer (qué debe hacer el educador y qué debe hacer el educando): impone una capacidad de contemplación, una capacidad de atenerse respetuosamente a los insoslayables aspectos de intimidad personal de quien intenta educarse.

La profesionalidad docente plantea nuevas cuestiones que no pueden dejarse de lado: ya no solamente "qué les hago o digo" y -más modernamente- "qué les hago hacer". En el momento actual se imponen tres áreas de preguntas orientadoras para el quehacer educador.
Respecto de la actividad del alumno: "¿Es ésta que le propongo la más valiosa actividad que se le puede encomendar?", "¿es realmente útil para aprender lo previsto?" (recuérdese que con sólo escuchar, por ejemplo, no se adquieren habilidades, ni costumbres, ni actitudes -valiosas, al menos-, y ni siquiera se logra una real comprensión de la información escuchada).
Respecto de la pasividad del alumno: "¿Qué debo dejar de hacer yo, para que sea él quien lo hace?", “¿en qué momento?”, “¿Qué modelos debe presentársele para facilitarle la imitación?.
Respecto de la receptividad del alumno: "¿En qué momento debo dejar paso a lo que se está dando, y no interferir (callarme, no proponer nada, no recomendar ni comentar nada, suspender toda posee evaluadora, pero sin dejar de atender a los más mínimos comportamientos creativos del alumno)[6]?", "¿qué puedo hacer para que la circunstancia resulte atractiva, signifique sorpresas valiosas, gratas al alumno, auténticamente conmovedoras y al margen de las ordinarias retribuciones evaluativas?".



[1] MOOR, Paul: “Psicopedagogía terapéutica” (tomo I). Madrid, Morata, 1962.Pág. 161 y subsiguientes.
[2] FROMM, Erich: “¿Tener o ser?”. México, Fondo de Cultura Económica, 1987. Pág. 86.
[3] Excepto en los automatismos: tanto naturales, como adquiridos.
[4] Mientras “observación” puede corresponder a una disposición pasiva del sujeto, “contemplación” está ligada a su receptividad.
[5] Este requerimiento se presenta, sin duda, a contrapelo del utilitarismo a ultranza que hoy impregna nuestros comportamientos sociales (“¿para qué sirve?”, “¿qué me dan si lo hago?”, “¿pone nota?”, “¿lo va a tomar en el examen?”).
[6] Una cosa es callar porque se vio la conveniencia de hacerlo, y otra es callar por desentendimiento, por simplificación comodona de la propia responsabilidad laboral.

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